En la historia republicana pocos poderes estatales han sido tan vilipendiados como el Judicial. De los jueces todos se consideran con derecho de opinar, generalmente, para mal: que si fue banal en sus decisiones y pudo ser más estricto, que si se pasó de draconiano y pecó de excesivo. Que si le falta preparación, que si está sobrecalificado y debería dedicarse al ejercicio.
Se dice que los jueces son lo más parecido a un Dios en la tierra, y no deja de ser cierto, deciden desde el patrimonio del ciudadano hasta su libertad. Sin embargo, eso no los hace menos humanos, pueden cometer errores, tener sus pasiones y naturales inclinaciones, no son infalibles. Hay que exigirles sí, su labor es el ejercicio de un sacerdocio que requiere honradez, pulcritud y probidad, pero no hacerlos responsables de todo lo terrible que ocurre en el sistema.
Al magistrado llega usualmente el hecho consumado y solo puede comprobar una situación preestablecida: constatar el que no pagó, verificar el que incumplió o el que causó el daño para condenarlo; el monto exagerado o irrisorio es otra historia y para eso están los recursos. No se puede pretender que la judicatura resuelva problemas ancestrales de criminalidad que han precedido la sala de audiencias, aunque sí la ligereza de sentencias sin fundamento para descargar a un individuo que constituye un peligro en la sociedad o privarlo inmerecidamente de reinsertarse a ella.
A ciertos juzgadores de otrora les bastaba el respaldo político para cometer sus desafueros porque para sus excesos tenían el apoyo del que los pusiera allí, no había temor a un reproche y se creían eternos, intocables e inalcanzables al brazo de la ley. En cambio, el de ahora se prepara, profesionaliza y tiene especial cuidado en que sus decisiones, aunque no necesariamente sean todo lo satisfactorias que se quisiera, por lo menos, lo dejen dormir con la tranquilidad del deber cumplido porque se ha esforzado en que sus fallos sean apegados al derecho.
Se les culpa de la sobrepoblación en las cárceles, obviando el manejo displicente del abogado que ha provocado los envíos o de un fiscal que, saturado de tantos expedientes, no pudo tener a tiempo la acusación. Los enfrentamientos entre el trípode que conforma los pies ejecutores de la justicia provocan el colapso del sistema. Mientras se esté buscando culpables entre quienes están llamados a detectarlos, los verdaderos causantes del caos continuarán saliéndose con las suyas.