Levanto mi voz en formal y enérgica oposición a la postura asumida por el Tribunal Constitucional (en lo adelante TC) en la reciente sentencia TC/0722/24, con respecto a la imposición de medida de coerción de prisión preventiva a quien resulta condenado en juicio. Y lo hago por las siguientes razones:
El colegiado en mención establece que “se actuó dentro de los cánones legales y constitucionales aplicables en la materia” al “variar la medida de coerción y ordenar su ingreso al estado de prisión preventiva”, tomando como base que se había pronunciado una pena de prisión, aunque revocable (Art. 229.8 del Código Procesal Penal, en lo adelante CPP).
Lo penoso es que sea el mismísimo órgano constitucional el que omite evaluar las otras siete circunstancias que el juez debe tomar en cuenta para verificar el peligro de fuga, como se lo indica el mismo texto normativo, mientras hace uso de su función pedagógica al brindar “un simple ejercicio didáctico que sirva de parámetro a los jueces que dicten este tipo de medidas” al “desarrollar directamente el test de proporcionalidad” en el caso de estudio.
Así las cosas, el mensaje ha sido claro, pero también sorprendente: basta una sentencia condenatoria revocable para que opere la imposición de la medida de coerción más gravosa sin considerar ninguna de las otras circunstancias definidas legalmente para edificar el peligro de fuga. Me refiero a que el procesado haya brindado su identificación cierta y precisa, o que haya demostrado su irrestricta voluntad de someterse a la persecución penal, o si es un infractor primario que, a su vez, tiene residencia legal en el país y ha presentado diversos elementos de arraigo.
Siguiendo esa la línea discursiva, el TC admite que “todas las medidas de coerción tienen carácter excepcional y solo pueden ser impuestas por el tiempo absolutamente indispensable”. Sin embargo, omite hacer el siguiente análisis deductivo: aunque el justiciable haya sido condenado, en primera instancia, a una pena de treinta años, el tiempo absolutamente indispensable para su prisión preventiva no puede extenderse legalmente sino hasta dieciocho meses (arts. 241 y 242 CPP) o veinticuatro para asuntos complejos (art. 370 CPP), siempre que haya recaído sentencia condenatoria.
Y es una verdad en mano que en ese corto lapso no se agota el conocimiento del recurso de apelación y de casación. Por tanto, cuando esa medida de aseguramiento alcance su límite máximo, tendrá que ordenarse la libertad pura y simple o, interpretándose los preceptos en cita de forma extensiva y de espaldas a lo que dispone el art. 25 del CPP, fijarle nuevamente otras medidas mientras interviene sentencia irrevocable.
Lo que no observó el TC es que como la prisión preventiva no puede mantenerse durante el tiempo que normalmente conlleva la instrucción de las vías recursivas, una vez transcurridos los dieciocho o veinticuatro meses, el proceso regresaría al mismo estadio en se encontraba antes de imponerle la medida coercitiva más gravosa, manteniendo intacto el supuesto peligro de fuga. Y es ahí donde se revela lo insustancial de la propuesta de la corporación especializada en justicia constitucional.
Adicionalmente y para guardar las formas, advierte la necesidad de “un juicio de proporcionalidad que permita determinar en cada caso, si la imposición de la prisión preventiva es razonable y proporcional” “de tal manera que el sacrificio inherente a la privación de la libertad no resulte exagerado o desmedido frente a las ventajas que se obtienen mediante dicha privación”.
Y entonces toma de la mano a los jueces ordinarios para enseñarles a agotar ese juicio de proporcionalidad, partiendo de que lo primero que deben hacer es contrastar la prisión preventiva con “las demás medidas de coerción existentes” y compararla con “la cuantía mínima de la pena imponible”.
Lastimeramente, el TC, en su ejemplo, hizo lo segundo, pero no lo primero, pues no ejecutó ninguna verificación de las medidas a las que ya había sido sometido el justiciable. Sin embargo, esta servidora sí hizo esa verificación procesal, y encontró que la decisión del recurso de casación de la sentencia al fondo reconoce que operó la imposición de medida de coerción en fecha 11 de diciembre de 2012 (https://biblioteca.enj.org/bitstream/handle/123456789/118859/131730116.pdf?sequence=1&isAllowed=y), la cual, con alta probabilidad, debió tratarse de una prisión preventiva.
Además, profundiza su error la alta corte al anunciar que “la primera contrastación” permite la aplicación de la prisión preventiva solo cuando la fuga del imputado no pueda evitarse con otras medidas de coerción menos gravosas, pero en su propio ejemplo brilla por su ausencia algún rastreo a los folios del expediente para verificar el comportamiento procesal previo del imputado.
Más claramente, si le habían declarado alguna rebeldía, si tenía antecedentes penales, si tenía domicilio conocido y la oferta de elementos serios de arraigo. Lo único que visualizó el TC fue que se le impuso una condena y ello fue suficiente para aplaudir el tratamiento intramural.
Pero al ejecutar lo que llama la “segunda comparación”, el panorama analítico se halla lejos de alguna mejoría, pues si bien el TC procura ahora verificar que la medida solo se aplique “por el tiempo absolutamente indispensable”, le faltó hacer lo esencial: verificar en el expediente, al inicio del caso, en el año 2012, cuál medida de coerción se impuso a este imputado, y en caso de que haya sido la prisión preventiva, establecer el lapso exacto de meses y días que estuvo privado de su libertad para definir el tiempo en que esta nueva restricción podía materializarse, a fin de no superar el tope máximo de dieciocho o veinticuatro meses.