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Aunque aparentemente absteniéndose se está resistiendo a una acción, esta podría ser peor que la comisión. La creencia de que mantenerse al margen nos exonera de responsabilidad de nuestros actos es una utopía. Si no, basta consultar las disposiciones legales que no han dejado ileso al que supuestamente no ha hecho nada: así, se comete falta cuando se ha sido negligente, descuidado, imprudente o se han desconocido las reglas; se anulan los contratos, si se guardó información relevante bajo la reticencia dolosa, se comete perjuro si se ocultó la verdad y se puede perder el caso, si no se llegó a tiempo a la audiencia en el día fijado. Entonces, no haciendo, en realidad se hace.
El padre que deja a sus hijos menores sin supervisión corre el riesgo de ser pasible de una indemnización por los daños que estos hayan causado (ya lo ratificó nuestra Corte de Casación recientemente). El que golpea es tan culpable como el que deja que lo hagan; el que observa cómo se destruye y humilla a otro sin apenas mover un dedo es también causante de la desgracia; al igual que aquel que ve al amigo en malos pasos y lo deja que se descarríe sin decirle nada.
El docente displicente que permite que su alumno cometa plagio y copie al compañero, que luego no se queje si ha estado prohijando a un falsificador, también el padre permisivo cuyo vástago creció creyendo que todo lo puede, cuando se convierta en un soberbio delincuente.
Los vecinos que no denunciaron al marido golpeador merecen el mismo tratamiento que el agresor. El superior que se hizo de la vista gorda ante las felonías de sus subalternos debería acompañarlo en los sometimientos y posterior sanción, por su solidaridad culpable.
Callar cuando se debió hablar o hacer mutis de lo que debió haber sido denunciado convierte al de la actitud inerte, más que en cómplice, en coautor. No decidir es ya una decisión y de paso, la peor de todas, porque resulta ser la elección de los cobardes.