Convivir en grupo no es tarea fácil (ni en familia es sencillo), por lo que cuando se reúnen varias personalidades de distintos orígenes, formación y temperamentos para tomar decisiones, el camino hacia la meta es de difícil consecución. En ese escenario es donde se prueba el verdadero liderazgo del que desde la cúspide procura el justo balance entre las opiniones del equipo y de entre ellas, escoge la mejor opción, y evita que alguno se sienta desconsiderado.
El guía de un grupo con funciones deliberativas debe atender (y entender) el parecer de todos, sin imponer el propio -con más diplomacia que intelecto- para la búsqueda de soluciones en que, aun el disidente comprenda que la mayoría se impone. En esos entes colectivos se forman facciones y tendencias – por inclinación natural o por conveniencia- que operan como fuerzas internas colaborativas o en cambio, coercitivas que convierten la cohesión en un reto para el conductor de la tropa. Ahí se ve la dictadura del conocimiento en que quien tenga el mayor dominio de los temas, conseguirá adhesiones, unas por comodidad, otras, por admiración ciega del que no cree en sus propias capacidades.
En un organismo en que todos deben operar como un solo cuerpo, hay miembros colaboradores, dispuestos a impulsar el proyecto común, aunque también holgazanes, avasallantes o maliciosos que se mueven por los vientos de sus preferencias que no siempre coinciden con el bien general. Hay de todo en ese microcosmos en que la convivencia dependerá de los intereses en juego, en ese universo en que quien preside debe tener la templanza de no dejarse provocar y que sus actuaciones inspiren respeto para lograr obediencia sin cuestionamientos, por ser ejemplo de integridad y no por temor a represalias.
El ejercicio eficaz del dirigente radica en mantener el punto medio, entre lograr la propuesta más adecuada y la humildad de reconocer que el otro puede tener la razón. Esa mezcla de caracteres que no siempre son compatibles para llevar el barco a buen puerto es lo que hace la diferencia entre un capitán de la nave o un simple marinero. La calidad humana y la trayectoria, no sus títulos académicos, son las mejores cartas de presentación de esa cara visible que responde por el colectivo, guardando las contradicciones en el salón de reuniones para evitar que trasciendan, a fin de alcanzar consenso. El representante de un órgano colegiado debe ser un buen pastor de ovejas (a veces descarriadas) porque, bajo su sombra se cobijan méritos, pero también culpas, en vista de que el triunfo siempre tiene compañía, pero al fracaso lo dejan solo.