Hablar de cumplimiento con la Constitución y la ley, de fortalecer las instituciones, de la necesidad de que haya una real separación de los poderes que garantice los contrapesos en que se fundamenta la democracia, es clamar en el desierto, porque pocos tienen real conciencia de la importancia de estos temas y de las nefastas consecuencias que se derivan de no ocuparse a tiempo de ellos.
En países de débil institucionalidad como el nuestro prestamos poca atención a esos reclamos, unos por intereses personales, otros por corta visión, algunos por un supuesto pragmatismo, y lamentablemente existe un alto grado de tolerancia a que las autoridades incumplan con la ley o hagan una aplicación antojadiza de esta.
Esa cultura de ilegalidad y su inveterada acompañante la impunidad, nos conducen a la paradoja de vivir en una sociedad en la que cumplir con la ley y asumir sus cargas es exigido para algunos y eximido para otros, y en la que la aplicación de la ley y las consecuencias por su transgresión puede ser inexistente o tener distintas velocidades, dependiendo de quién sea la autoridad de turno y de quienes sean los ciudadanos.
En tiempos de crecimiento económico, de relativa estabilidad y paz, muchos están dispuestos a aceptarle a las autoridades fútiles excusas para no aplicar la ley, a dejar pasar que se superpongan los intereses políticos particulares a los del país, y que se debiliten las instituciones, se banalicen sus autoridades y se desvirtúen sus misiones por un pernicioso clientelismo.
Parecerían no darse cuenta de que lo único que asegura un desarrollo sostenible y que evita que no se produzcan retrocesos por la fragilidad de los supuestos cambios, rupturas institucionales y surgimiento de líderes mesiánicos que prometen sueños que acaban en pesadillas, es el fortalecimiento de las instituciones, el cumplimiento con la ley y la certidumbre de sanciones por su incumplimiento.
El triste caso de Venezuela es un ejemplo patético de todo esto, un país que a pesar de tener una inmensa riqueza petrolera y muchos otros recursos, por falta de visión y de corrección a tiempo de vicios, cayó en manos de un régimen autoritario, corrupto, clientelar e irracional, para el que la Constitución y la ley son meros instrumentos que se utilizan a conveniencia del poder y las instituciones no son más que marionetas movidas al compás de sus caprichos; que ha destruido su economía y ha sometido a su población a un largo calvario.
El pueblo venezolano y el mundo han sido testigos de que la democracia y sus instituciones pueden ser reducidas a existir solo en el papel y ser desnaturalizadas para albergar las más crueles dictaduras, que utilizan amañadas elecciones para eternizarse en el poder.
Para los venezolanos la única salvación visible ha sido asirse a las instituciones y a la legitimidad, pues, aunque el régimen de Maduro tiene secuestradas todas las instituciones la oposición logró tener el control de una, la asamblea nacional, la cual por más que le hayan arrebatado sus funciones, es actualmente la única autoridad que reconocen como legítima la mayoría de las naciones.
Y es que el cumplimiento con la ley y la fortaleza institucional que muchos posponen cuando entienden que las cosas van bien, es lo que más se añora cuando las cosas van muy mal, y entonces apelamos a unas instituciones a las que nunca cuidamos y que quisiéramos fueran fuertes y creíbles.
Pero de estas cosas pocos quieren ocuparse sin darse cuenta de que el tiempo pasa factura, y que lo no que atendemos hoy puede convertirse en un gran pesar en el mañana.