De la Constitución de 2010, emanó una nueva arquitectura judicial que, en su momento, a algunos, entre ellos quien escribe -en su vaga noción o apreciación neófita-, le pareció una suerte de pirámide jurisprudencial, a simple vista, de duplicidad organizacional y más necesario de ejercicio-rol -institucional-ávido de remozamiento y profesionalización en los aspectos doctrinarios, académicos y de reciedumbre ética-judicial. En fin, que nos parecía un lujo-país altamente costoso y, de alguna forma, de suplantación de instituciones ya existentes. En otras palabras, no era necesaria tal arquitectura, pues el tufo a colindancias política-empresarial se olía a leguas (y aunque no andamos lejos de la verdad, en los resultados nos equivocamos, pues cabeza y el cuerpo, con sus excepciones, han sentado un auspicioso precedente).
Sin embargo, y debemos reconocerlo, en el caso de lo constitucional -aunque se pudo decidir habilitando una sala en la Suprema Corte de Justicia- el órgano en su ejercicio y dictámenes ha resultado valioso, pues verdaderamente ha descongestionado una SCJ desbordada y almacén de expedientes sin conocerse haciendo costumbre y ley del adagio “justicia retrasada es justicia denegada”. Igual con la subdivisión de lo electoral en administrativo -la JCE- y contencioso -el TSE-. Era más que necesario.
No obstante, en el caso que nos ocupa -el Tribunal Constitucional- estamos en una etapa crucial, pues por encima de la coyuntura electoral y de la aún prevaleciente cultura de colindancias, el país necesita y demanda que la actual conformación de la magistratura se eleve por encima de la circunstancia e intereses corporativos; y, en consecuencia, sea capaz de dejar atrás viejas falencias que tienen que ver con trayectoria y formación de los aspirantes y el indispensable equilibrio-perfil entre lo académico, la carrera judicial y lo inevitable político -que aunque menos, pero sin tabla rasa; pues -y Brasil es un espejo- el club de amigos o disfraz “sociedad civil” (“políticos de la secreta”) sería peor por sus múltiples agendas.
Por todo lo tanto, esta vez, contrario a las anteriores (donde los temas -neurálgicos-estratégicos- nacionalidad, migración y frontera no estaban tan abiertamente en juego), el presidente, como nunca, le dirá al país cuál es su visión o interés supremo en materia de control constitucional y si de verdad se quiere sentar precedente y distancia con la histórica cultura de repartición y el sentido último de no ser tocado a futuro. En fin, hay buen precedente en materia de jurisprudencia -a pesar de aquellos temores primogénitos-, pero ahora se trata de garantizar continuidad y más jurisprudencia apegada a la Constitución y las leyes sin distingo social o de ciudadano alguno.
Por supuesto, que la responsabilidad no es solo del presidente, pero no podemos obviar el peso de la cultura transversal presidencialista que prevalece en todo el entramado gubernamental de los poderes públicos -sin excluir lo autónomo o descentralizado (!Pura \ficción!). A ella -a esa cultura histórica-, aunque parezca auto-despojo, el actual Consejo Nacional de la Magistratura, presidida por el presidente, debe darle cristiana sepultura escogiendo jueces probos, incorruptibles y de trayectoria ciudadana-ética sin mácula y no perdiendo de vista el alcance ciego de la justicia -a futuro- en el contexto de una atmósfera política-electoral que no debería, ni por asomo, ser elemento coincidente con un proceso o escogencia de tanta trascendencia-país, por lo que se debería legislar, al respecto, para alejar tentaciones y tejemanejes fácticos-corporativos.
Ojalá sentemos un precedente, pero tengo mis razonables dudas…