En Latinoamérica, y otras partes del mundo, se han venido protagonizando una serie de reformas constitucionales -para algunos una “ola” que erosiona el sistema democrático y pone en jaque la gobernabilidad democrática al violentar la ley de leyes-. Per se, no comparto muchas de las críticas a esas reformas -excepción: Nicaragua (ya una dictadura-dinastía)-, pues, de principio, las constituciones no son lienzos sagrados o pétreos -aunque sí existen normas pétreas-, sino construcciones históricas-jurídicas-políticas que guardan una relación con los niveles de desarrollo socioeconómico de los pueblos, idiosincrasia, historia, cultura política e institucionalidad. Sin embargo, hay dos aspectos -normas pétreas- a salvaguardar cuando se habla de reformas constitucionales: la forma de gobierno y los límites en el ejercicio del poder. Lo demás, vía constituyente o asamblea revisora, es, políticamente, aceptable, siempre y cuando vaya a fortalecer las instituciones y corregir entuertos, inobservancias o inadecuaciones.
Y dije forma de gobierno porque hoy día no hay modo de legitimidad en el ejercicio del poder, si no vía elecciones libres y democráticas en el marco de un sistema de pluripartidismo y donde, taxativamente, esté consignado, sin ambages ni subterfugios, los límites en el ejercicio del poder. Esas son las dos normas básicas e inviolables, y de estar ausentes no se podría hablar de democracia alguna. No obstante, consignar, como en el caso de El Salvador, la alternabilidad inmediata -un solo período- en el ejercicio del poder la hace una Constitución “rígida” y le asigna, al término, un carácter pétreo fuera de las normas clásicas o enlistadas en los estudios de especialistas en la materia. Y se agrava, aún más, por el hecho histórico de que la actual Constitución salvadoreña data de 1983 -ya tiene 36 años de vigencia- y fue debatida-promulgada en un contexto de guerra y de control político-electoral de la derecha (pro-sistema o anti-régimen).
De modo, que las críticas, en mi opinión, a las últimas reformas u “olas“ no son del todo válidas sino se establece que las mismas no son pétreas en toda su formalidad; y siempre y cuando no versen sobre la forma de gobierno y se obvie límites en el ejercicio del poder, pues, de no consignar esas normas, dejan, quiérase que no, dudas sobre sesgo políticos e ideológicos partidarios -derecha-izquierda-; e incluso, en algunos casos, defensa u identificación con actores políticos desfasados -corruptos, corporativos o de simples convivencias entre lícitos e ilícitos y gendarmería internacional- que ya fracasaron en el ejercicio del poder y en su dependencia supranacional también co-responsable de atraso y subdesarrollo.
Finalmente, en nuestro país ya vimos -2019- el doble juego con el tema cuando, bajo el pueril argumento-alegato de que “la Constitución no se toca”; pero obviando que se tocó -2010- desoyendo consenso sobre la no reelección intercalada -una suerte de “vuelve y vuelve”- para no “jubilarse” (o vía indirecta de aspiración continuista); e igual 2015 -y que critican los expertos- para beneficiarse directa e inmediatamente aunque sirviera, de paso, para establecer la norma de más consenso “dos periodos y nunca más”.