Recién se ha anunciado la remisión por el Poder Ejecutivo al Senado de un proyecto de ley de creación de un nuevo ministerio de vivienda, el cual venía siendo reclamado por promotores y constructores, y aunque su propósito de reducir el enorme déficit habitacional es loable, debemos recordar cual ha sido el fruto de las creaciones de nuevos ministerios en nuestra historia reciente, para evitar repetir errores.
El nuevo ministerio financiaría sus operaciones con hasta la tercera parte de los recursos generados por los impuestos a operaciones inmobiliarias, en particular el impuesto a la transferencia de inmuebles y de inscripción hipotecaria, disponiéndose que el Poder Ejecutivo reglamentará la transferencia de esos recursos, lo que es indispensable garantizar a través de un mecanismo efectivo dada nuestra ancestral falta de transferencias de recursos asignados por leyes especiales, pues de lo contrario crearíamos el ministerio y no se tendrían los recursos para implementar las acciones que justifican su creación.
Esto debe analizarse en la discusión que se avecina del pacto fiscal, no solo para atender este fin, sino para delimitar cuáles impuestos de operaciones inmobiliarias pasarían a este ministerio y cuáles tendrían otro destino, como es el caso del impuesto a la propiedad inmobiliaria, el cual en muchos países forma parte de los recursos de los ayuntamientos para garantizar sus servicios, lo que es fundamental se haga también aquí, no solo para cumplir con el mandato de descentralización que dispone el artículo 204 de nuestra Constitución, sino porque nuestras ciudades, principalmente las más pobladas, no pueden seguir sin los recursos indispensables para atender las necesidades que se multiplican al ritmo del crecimiento poblacional y habitacional, lo que ha afectado severamente los servicios públicos y el medio ambiente.
No todo se resuelve con la aprobación de una ley, ni con la creación de un ministerio como demuestran múltiples ejemplos. Cuando el pasado ministro de Administración Pública promovió la aprobación de la Ley 41-08 de Función Pública que creó ese ministerio, muchos temíamos que la conversión de la Oficina de Administración y Personal (ONAP) no bastaría para fortalecer la Administración pública ni para garantizar su adecuada regulación, lo que quedó demostrado con la continuación de la multiplicación de la nómina pública de forma clientelar, y con un gran desorden e inequidad en las remuneraciones a pesar del voto de la Ley 105-13 sobre regulación salarial del Estado, la cual daba un plazo de 6 meses a dicho ministerio para presentar los reglamentos complementarios de esta y de escala salarial e incentivos, los cuales a más de siete años siguen pendientes.
Lo peor es que ha habido una aplicación discrecional de su articulado por muchas instituciones, que valiéndose de algunas ambigüedades, decidieron tener lo mejor de los dos mundos, regirse por el Código de Trabajo y no por la Ley 41-08 y otras como la 247-12 de Administración Pública para lo que les convenía, régimen de prestaciones laborales y no acatamiento de restricciones de compensaciones y otras apelando a condición de empresa estatal o autonomía, y por el otro, actuando con la mala gestión, clientelismo y tráfico de influencias de los peores casos de Administración pública.
No por mucho madrugar amanece más temprano, como tampoco no por aprobar una ley y crear un ministerio se resuelven los males que se han arrastrado durante años. Ojalá que las nuevas autoridades continúen concentrando esfuerzos en revisar la estructura de la Administración pública para hacer que cada institución cumpla su rol y se eliminen burocracias y duplicidades, así como para lograr que todas funcionen bajo una regulación unificada y racional que sea cumplida cabalmente o sancionada su violación, para que las existentes y las que sean creadas sirvan efectivamente para los propósitos que estén destinadas y que no se vuelva a repetir su conversión en feudos y catapultas personales con más pendencias que logros, en nichos para botellas, o espacios para el enriquecimiento ilícito, la corrupción y el despilfarro de recursos.