Nos hemos acostumbrado a pensar que toda situación puede ser corregida aprobando una ley o creando una nueva institución pública, pero el tiempo ha demostrado que estos mecanismos no son suficientes si en las personas que están llamadas a aplicar la ley, a controlar su debida observancia y a juzgar su violación imponiendo las debidas sanciones en caso de comprobación de faltas, no se opera igualmente una transformación.
De hecho, en democracias más avanzadas que la nuestra no existen los mecanismos por los que hemos querido supuestamente controlar que determinadas situaciones no se produzcan, sin embargo, en estas los valores democráticos, las normas elementales de comportamiento como el respeto a la palabra dada, el manejo de los conflictos de interés, el compromiso con la verdad y el repudio a la mentira o el honor, han sido instrumentos más efectivos que los controles legales que hemos utilizado.
Y es que no tiene que existir una disposición legal expresa que prohíba o sancione determinadas conductas para no permitirlas y reprobarlas, por eso aunque en los Estados Unidos de América, referente democrático en el mundo, es el presidente de la República quien nomina los candidatos a jueces de la Suprema Corte, los elegidos no solo tienen calificaciones y competencias incuestionables, sino que ante cualquier objeción válida del Congreso de ese país en sus entrevistas a los mismos, independientemente del partido que ostente la mayoría, estas surtirán efecto y podrán impedir el paso a excelentes juristas, quizás porque su independencia sea cuestionada.
Hemos preferido el camino fácil de la cosmética, de acumular un arsenal legal que se vuelve cada vez más complejo de cumplir para la mayoría y más esquivable para algunos intocables, pues es la fórmula que muchas de nuestras autoridades han utilizado para simular avances.
Si cada acción de la autoridad se sometiera a la simple prueba de responder preguntas esenciales, por ejemplo si se quiere elegir a un funcionario cuyas funciones requieran independencia, resulta evidente que no basta que reúna las condiciones establecidas, muchas veces fútiles, la gran pregunta es si esa persona ha demostrado esta capacidad en su historial y si existen razones que permitan dudar razonablemente de que pueda hacerlo, pues si la respuesta es que no, esté o no escrito en la ley, la decisión debería ser dejarla de lado.
Igualmente, cualquier medida que se quiera disponer debería pasar el examen de si la misma analizada en abstracto, es racional, legal, conveniente y sostenible, pues si solo se justifica por las pasiones e intereses o el temor a los fantasmas del momento; seguramente no será la correcta.
Así como no hemos podido asegurar niveles de independencia e idoneidad en determinados cargos a pesar de las disposiciones que exigen el cumplimiento de requisitos como es el caso de algunos superintendentes, o erradicar las contrataciones amañadas para favorecer a suplidores favoritos a pesar de tener una ley y un sistema de compras y contrataciones públicas, porque las leyes se incumplen sin sanción o están hechas para ser fácilmente vulneradas; tampoco podremos asegurar que ninguna otra ley o institución genere los efectos deseados si no hay un cambio profundo que va más allá de la existencia de estas.
No nos dejemos engañar, para que nuestra democracia y los partidos que la sustentan mejoren, se necesita mucho más que una ley, se requiere voluntad irrestricta para cumplirla, real apego a los valores democráticos y dejar de lado un modus operandi viciado y pernicioso que es lo que ha impedido que las instituciones funcionen adecuadamente y ha convertido la Constitución y las leyes en meros pedazos de papel.