El año pasado algunos informes mostraron como un logro que las muertes por accidentes de tránsito tuvieran una reducción de 15,4% en 2020. El número de incidentes mortales cerró en 2,711.
Los números no mienten. Si en 2019 hubo 3,204 fallecidos por incidentes viales, entonces 2020 experimentó un avance en esa dirección.
Los hechos tampoco mienten. Y la realidad es que esa cifra pierde relevancia si se considera que a pesar de las medidas de confinamiento adoptadas en el marco de la pandemia, la tasa de mortalidad se colocó en 25.9 fallecidos por cada 100,000 habitantes.
La visión de Salud Pública es sólo una de las aristas de la situación de la movilidad en la República Dominicana. Desde la perspectiva de la productividad, llama a la atención que el 59.2% de las muertes correspondió a jóvenes entre 15 y 34 años. Es decir, los más afectados son quienes tienen mayor posibilidad de movilizar la competitividad del país.
Conviene prestar atención a los datos del Plan de Movilidad Urbana y Sostenible del Gran Santo Domingo, en el que se indica que en esta demarcación se realizan 3,097,106 viajes diarios. De estos, el 42% se efectúan en vehículos privados, 36% en transporte público.
El 9% de la ciudadanía utiliza el metro. El 21% se desplaza a pie, y el 1% utiliza bicicletas.
Ante los datos, podría interpretarse que el 42% de los viajeros forman parte de la situación de emergencia que vive el país en materia de tránsito. Sin embargo, el transporte público también juega un rol importante en la carnicería que viven las calles dominicanas.
Por un lado, hay un transporte público dependiente del Estado que es insuficiente para la demanda de movilización de la ciudadanía. Por otra parte, las empresas de transportistas insisten en sostener un modelo de participación en la cadena de la movilidad basada en instrumentos de presión que fomentan la violencia vial y el cierre de opciones de diálogo.
Así, entre la insuficiencia de esfuerzo estatal y la obcecación de empresas que se definen como sindicatos, ha habido un tranque sostenido en materia vial. En consecuencia, el costo de oportunidad en autonomía y productividad lo pagan los peatones.
Es cierto que desde hace meses se impulsan acciones orientadas a ofrecer soluciones integrales en este sentido. También lo es que muchas de estas iniciativas se convirtieron en focos de violencia y cerrazón de las empresas.
Con todo, hay una oportunidad para ampliar las opciones de desplazamiento mediante transporte público. El metro y el teleférico son medios bastante eficientes. Y en la medida que se incrementen las alternativas al uso de vehículos privados, el desahogo de la ciudad será mayor.
En la instalación de una conciencia de uso responsable de los recursos públicos, es de esperar un descenso en los niveles de violencia vial que se vive en el país. En torno a este tema hay mucha tela por dónde cortar.
En los próximos dos artículos nos centraremos en otras dos aristas de la conversación. También, varias de estas reflexiones se profundizarán en el Congreso Internacional sobre Productividad, Empleabilidad y Movilidad Sostenible que realizará la Fundación Francina en octubre de este año.
Entre tanto, nos queda preguntarnos: ¿Qué hace falta para convertir el crecimiento económico del país en estructuras eficientes?, ¿De qué manera transformamos servicios básicos como el transporte en opciones reales para la población?, ¿Cuál es la ruta idónea para reducir la vulnerabilidad de diversos grupos poblacionales mediante la movilidad sostenible?