Máscara, según el diccionario es: “Objeto para ocultar el rostro, generalmente en ciertas festividades, rituales o actuaciones escénicas, que representa la cara de una persona, un animal o un ser imaginario”. Mascarilla, en el buen uso del castellano, debiera ser máscara pequeña, pero en el uso del presente, el propio diccionario la define como: “un dispositivo diseñado para proteger al portador de la inhalación atmósferas peligrosas, incluyendo humos, vapores, gases y partículas en suspensión como polvos y microorganismos -bacterias y virus- aerotransportados así como para proteger a los demás cuando el portador puede contagiar alguna enfermedad” El carnaval de la vida, ahora nos obliga a utilizar “máscaras” sanitarias para disminuir contagios. Como protección estamos obligados a utilizar este artilugio cuando interactuamos con personas, pero a la vez alteramos la visual que nos caracteriza y deforma el rostro de los conocidos. Para identificarnos “bien”, en los bancos piden que nos la removamos. No sabemos si el que la usa frente a nosotros, saca la lengua, se mofa o hace gestos de desagrado, obligando a convertirnos en escudriñadores de miradas y expresiones, para “adivinar” lo que el otro hace. Las mascarillas son artefactos que ayudan a algunos y desayudan a otros, en su apariencia facial. La de ojos bellos “va en coche”; los de boca fea o con notables defectos, se aprovecha del disfraz exigido. El pintalabios deja de tener protagonismo femenino al ser escondido tras el “bozal” sanitario y abandona su papel de complemento lumínico y delineador de carnosas “chembas”. La voz con sordina que sale de nuestras gargantas pierde su potencia ante el filtro que la mascarilla impone. Ventaja para los de voz gangosa y desagradable o para aquella de timbre molesto con galillo de soprano, porque las mascarillas han “democratizado” el tono de voz, haciendo en ocasiones, difícil la comunicación. Si a eso añades una pantalla de cajera, todavía peor. En cuantas ocasiones hemos intentado ingerir algo, olvidando que tenemos puesta la mascarilla. Puedo recordar dos “cafeses” y un par de cucharadas que han tropezado con el “velo” sanitario. Algunos, como en mi caso, que tenemos las orejas de peculiar forma y tamaño, sentimos como los “elátigos” nos las proyectan hacia adelante, dándoles un carácter de parábolas en busca de señal. El miedo de que no regresen a su forma original, compite con el temor del contagio del vainavirus. Es difícil acostumbrase a utilizar mascarilla a la vez que resultan incomodas, agobiantes y solo el temor y la necesidad de preservarnos obliga a su utilización. Irritan por su prolongado uso y las de tela tienen la peculiaridad de huir de las narices, dejándolas expuestas. Las quirúrgicas, más ligeras y suaves, que ocasionan menos molestas al usar, dan la sensación de una protección muy relativa dejando en ocasiones expuestas partes esenciales.