En su artículo del miércoles el periodista Miguel Guerrero advirtió “las terribles consecuencias que tendría una eventual destitución del presidente Danilo Medina, como se reclama en estos días en el marco de la lucha cívica contra la corrupción y la impunidad”.
Es una sana preocupación que en mi doble calidad de comunicador y militante de la lucha por la institucionalidad democrática comparto, observando implicaciones y consecuencias diferentes a las que lo preocupan a él.
Creo igual que Miguel, que por el bien del país y el sosiego y la paz ciudadanos, el gobierno del presidente Medina debe terminar su mandato el 16 de agosto de 2020.
Las “terribles consecuencias” que preocupan a Miguel incuban, entre otras razones, en que al no existir contrapesos al Ejecutivo, el Presidente suplanta a las instituciones gubernamentales, y las decisiones del partido “de organismos”, que creó Juan Bosch, terminan en los designios personales de Medina.
La eventual sucesión presidencial, así, devendría en alumbramiento traumático y desestabilizador, es verdad.
Pero por las mismas “terribles consecuencias” que según Miguel podría acarrear la destitución del Presidente, y por su propio bien y legado, el hecho de encontrarse al frente del Poder Ejecutivo cuando ha reventado el tumoroso detonante Odebrecht, le manda darle al país algunas explicaciones.
El presidente Medina debe pedirle perdón al pueblo por haber usado los servicios como asesor del delincuente internacional Joao Santana, diciéndole al país –como le pide Vincho Castillo– que desconocía de las andanzas de ese rufián y, por el contrario, no usarlo como testigo de descargo.
Debe el presidente establecer responsabilidades y penalidades porque en su gobierno se permitió que operara aquí a sus anchas la oficina de sobornos de Odebrech, usando al país como plataforma delincuencial.
El presidente debe explicar por qué su gobierno hizo un acuerdo de homologación con Odebrecht, que libera a esa empresa y a sus funcionarios del pago de las sobrevaluaciones y las ganancias ilícitas que junto a las multas de sobornos ascienden a unos 800 millones de dólares que se suman a la ya insostenible deuda pública.
El presidente debe explicar al pueblo por qué tras Odebrecht confesar que sus operaciones se basaban en un esquema delictuoso, su gobierno continúa haciendo negocios y haciéndole pagos, pudiendo sustituir sus trabajos pendientes con otra de la gran cantidad de empresas disponibles en el mercado internacional.
Debe explicar también por qué uno de los delatores premiados por la justicia brasileña relató que el expresidente Lula da Silva vino al país pagado por Odebrecht a tratar de que el presidente Medina favoreciera a esa empresa con el contrato de construcción de Punta Catalina.
Las propias bocinas oficialistas han desatado y desencadenado una ola de rumores y contra rumores, listas y contra listas que un conocido periodista dice filtró gente de la Procuraduría, entidad que por esa y otras razones está totalmente desacreditada.
Por eso también el presidente debe explicar lo de él y, porque como diría Juan Bosch, no es una finca de su propiedad lo que él administra. Es un país con intereses muy diversos, aunque de propiedad común, vaya complejidad.
Sus explicaciones pueden tener algún costo político, pero debe recordar la repetida frase de su colega economista Milton Friedman: no hay almuerzo gratis.