Con agudeza habitual, Eduardo Jorge Prats ha reiterado la importancia del voto de rechazo, o “por ninguno”, para evitar abstenciones masivas en futuros procesos. Y para hacerlo posible ha propuesto establecer la obligatoriedad del voto, concediendo a los ciudadanos “la posibilidad de expresar su rechazo a las diferentes candidaturas mediante un voto en blanco o un voto por ninguno”. El planteamiento, plasmado en varios artículos, me parece sensato y desde el punto de vista práctico correcto, pues es innegable que ningún ciudadano puede ser obligado a votar por el mero hecho de hacerlo, porque esa tradición muy afianzada en la conciencia nacional ha hecho de la política partidista y de las elecciones mismas lo que Juan Bosch solía llamar “mataderos electorales”; una convocatoria para idiotas obligados a votar así por personas sin condiciones ni comprometidos con la suerte de la nación. La obligatoriedad del voto, en conclusión, sólo se justificaría si los electores pudieran ejercerlo con amplia libertad y el chance de expresar su desacuerdo con las opciones que aparezcan en las boletas electorales.
Sin pretender contradecirlo, en mi no tan docta opinión la obligatoriedad del sufragio riñe con el concepto del derecho al voto, porque los derechos se ejercen a discreción y no pueden constituir una camisa de fuerza. Si es mi derecho el votar, me compete como ciudadano ejercerlo o abstenerme. De todas maneras, a Jorge Prats le asiste toda la razón cuando señala que en el estado actual, la abstención será siempre el “mecanismo lícito para expresar el rechazo ciudadano a las opciones electorales que se le presentan”. Para evitar la abstención que posiblemente se produzca en el futuro, los ciudadanos podrían ir a las urnas a votar “por ninguno”, haciendo su propio recuadro sobre la boleta. Sin olvidar que la abstención, en ciertas circunstancias, es un voto de conciencia.