En determinadas circunstancias, un buen saco y una corbata pueden ser el mejor aliado de un reportero en épocas de convulsión. Lo comprobé personalmente en los años setenta, mientras cubría para la agencia internacional de noticias de la que era corresponsal a tiempo completo, una huelga violenta de protesta contra el gobierno de Balaguer en San Francisco de Macorís. Usualmente iba trajeado a la pequeña oficina donde operaba la agencia en la calle Mercedes, a pocas yardas del parque Independencia, frente a una funeraria, porque en mis diarios recorridos visitaba el Palacio Nacional y cuando lo requería el Congreso.
Mi urgente traslado ese día al centro de la trifulca no me permitió detenerme en casa para cambiarme de ropas para estar más a tono con lo que sucedía. Allí, en medio de una refriega, me encontré de pronto en el dintel de la puerta de entrada de una residencia en un barrio donde tenía lugar una verdadera batalla campal.
Avanzaba la tarde y la situación se tornaba más tensa. Delante de mí, tirado sobre el pavimento, podía verse el cadáver de un manifestante abatido a tiros por la policía. De reojo podía ver también, en una esquina a mi izquierda a un grupo de jóvenes lanzando piedras y disparando contra los agentes que respondían con la misma virulencia. No parecía tener escapatoria. Si huía hacia un lado podía toparme con la furia de los manifestantes; por el otro con la violencia policial. De pronto un vehículo policial repleto de agentes con detenidos sangrando pasó frente a mí y un oficial alcanzó a verme. El vehículo dio un frenazo y se devolvió. “Llegó mi hora”, pensé. El oficial observó con curiosidad mi vestimenta y me grito: “Caballero, por favor, venga”, y me condujo en un auto policial a un lugar seguro.
Desde entonces tomé la sabia decisión de convertir en una norma de trabajo cubrir las huelgas callejeras vestido con saco y corbata.