El incesante timbrado del teléfono ubicado en la mesita de noche del lado derecho de la cama donde suelo dormir, me despertó. Eran las 4:00 am., del domingo 14 de julio del 2002. Apenas comenzaba a conciliar el sueño después de la larga jornada de trabajo en la que Alicia Ortega y yo cubrimos, desde muy temprano en la mañana del sábado 13, para CDN, canal 37, la accidentada sesión del Congreso en la que se había aprobado una nueva reforma de la Constitución, que once días después sería promulgada por el presidente Hipólito Mejía.
La reforma restablecía el principio de la reelección presidencial prohibida en una reforma anterior ocho años atrás, para cerrarle definitivamente el paso a la Presidencia a Joaquín Balaguer. Mientras tenían lugar los debates, el anciano líder del Partido Reformista Social Cristiano (PRSC) esperaba moribundo en su lecho de la Clínica Abreu, de Ciudad Nueva, la decisión que habría de reivindicarlo ante sus críticos y opositores. La reforma permitiría ahora al presidente Mejía presentarse para un segundo mandato, en las elecciones del 2004, que perdería en parte por la división que su candidatura provocó en el Partido Revolucionario Dominicano (PRD).
La llamada era de Fernando Hasbún. Me urgía a levantarme para encontrarme con un camarógrafo en la clínica. “Vete rápido. Me acaban de informar que Balaguer ha muerto”.
Cerré el teléfono y con la rapidez de un relámpago salté de la cama. El agua casi helada de la ducha terminó por despertarme. No era tan difícil para mí. A fin de cuentas, mis años de corresponsal para agencias, revistas y periódicos extranjeros hacían de estas cosas casi una rutina en mi vida. No esperé que Esther, mi esposa, preparara la taza de café que casi siempre tomo al iniciar un día de trabajo. Me puse la misma ropa que usé el día anterior y a toda velocidad llegué en cinco minutos, donde ya me esperaba el camarógrafo.
Había en la tercera planta en la que estaba postrado Balaguer dos médicos y varios dirigentes del entorno del líder reformista. Solo otro periodista estaba en el lugar, Frank Guerrero, con su cámara. Como era un conocido del entorno del expresidente, no tuve problemas para entrar al piso reservado para él, con solo unas cuantas figuras de su estrecha confianza y de su seguridad.
Ansioso, Hasbún esperaba por mi llamada en el canal. Su instinto casi animal de productor de noticias, alteraba mi tranquilidad. “¿Se murió…, dime?, insistía. Había una enorme confusión y nadie confirmaba la noticia. Aproveché que un médico y un auxiliar salieran de la habitación y me colé. El cuerpo yerto, estaba cubierto con una sábana blanca. Solo dejaba al descubierto el rostro del expresidente. No se escuchaba su respiración y la pétrea expresión del médico de pie ante la cama, lo decía todo.
“¡Miérda!”, me dije, y salí rápidamente del cuarto. Disqué el número de Fernando. Y le informé. ¡”Tíralo”, me ordenó. “Nos iremos en vivo”. Tenía aun dudas, pero escuché el llanto de la diputada reformista Rafaela Alburquerque y le respondí a Fernando. “Bien, vamos y a Dios que reparta suerte”.
Me cerré el saco, arreglé el cuello de la camisa que había usado durante toda la cobertura anterior (había dejado la corbata en casa), me coloqué ante la cámara y dije con voz firme: “Me acaban de informar que el expresidente Joaquín Balaguer ha muerto”.
Desde la habitación donde un médico cubría el cuerpo ya sin vida del hombre que había dominado la vida dominicana desde 1961, se escuchó otro fuerte llanto.
Continué la transmisión por otra media hora. Informé que los dirigentes del partido que acompañaban a Balaguer en esos momentos finales de su vida, le habían susurrado al oído la decisión del Congreso. Fue lo último que escuchó. Pero tal vez por eso, al mirarlo en su lecho momentos antes de que exhalara su último suspiro me pareció ver una ligera y fugaz sonrisa en sus labios. Era que el restablecimiento del principio de la reelección en la Carta Magna, aprobado horas antes de su muerte por aquellos que la habían prohibido por causa de su larga permanencia en el poder, de alguna manera le habían reivindicado de lo que tanto le combatieron.
El día de su muerte tenía también un simbolismo. El hecho de que coincidiera con el de la toma de la Bastilla y el inicio de la Revolución Francesa, que cambió el mundo poniendo fin al “Viejo Régimen”, haría que la fecha de su muerte sobreviviera al olvido.
“Ese hijo…., tuvo tanto control de su vida que escogió también el día de su muerte”, musité para mis adentros, mientras servía al canal detalles del ambiente en el hospital.
Tras la breve transmisión regresé al canal donde me esperaba Alicia, para continuar con una cobertura continua que se prolongó cuatro días hasta la madrugada del jueves, cuando los restos de Balaguer, después de un largo sepelio iniciado temprano en la mañana para llevarlo a varios lugares para despedirlo, fueron introducidos en el mausoleo donde aún reposan.
Cuando agotada por la larga y calurosa jornada, la reportera describió ese momento final diciendo que la sepultura era el “lugar de dónde nunca saldrá”, tal vez exhausto por casi cinco días de labor sin descanso, murmuré en el aire: “No apuestes a eso”.
Cuando todo acabó, al cerrar la transmisión alcancé a rememorar la despedida que se atribuye a Beethoven justo al morir: “La comedia ha terminado”.