Si realmente queremos que las cosas funcionen debemos cambiar de actitud y no seguir incurriendo en el error de dejar todas las soluciones al Gobierno. Por su naturaleza muchos de los conflictos y problemas que hacen difícil la vida cotidiana pueden ser resueltos con una mejor actitud ciudadana.
El del tránsito, por ejemplo, tal vez uno de los que más nos irrita, tiene su origen en el desprecio a las normas y el desconocimiento de la ley. Aunque el parque vehicular ha crecido al punto de generar congestionamientos que antes nadie se imaginaba, la forma en que conducimos agrava la situación. Se anda con demasiada prisa, como si el mundo estuviera a punto de terminar y fuera preciso llegar antes que nadie para asegurarse un pasaje seguro al más allá. Resulta, sin embargo, que aquel que nos rebasa en una avenida muy transitada con uno de esos espectaculares “cortes patelitos”, como dicen nuestros jóvenes, tiene que pararse de golpe por la luz de un semáforo o por una simple e interminable hilera de vehículos en la esquina siguiente. Muchos de los accidentes que a diario se producen tienen en este peculiar fenómeno una de sus causas.
La gente se olvida de dar los buenos días y los hombres permanecemos sentados cuando una dama entra a la sala. Los jóvenes se burlan de sus compañeros cuando uno de ellos ayuda a una joven a bajar la escalera o a cruzar una calle en un tramo peligroso. Los niños permanecen viendo la televisión cuando llega la visita y aquellos que aún piden permiso no esperan porque se les conceda para entrar al salón o cruzar entre una pareja entregada a una conversación.
Son interminables los ejemplos. Los modales se pierden y con ello desaprovechamos cada día una nueva oportunidad de mejorar la sociedad para provecho colectivo. Esto puede parecer muy simple, pero casi siempre las cosas grandes surgen de la observación de las normas pequeñas.