Hace veintiocho años escribí en este mismo diario sobre el peligro de la unanimidad y parece oportuno hacerlo de nuevo. Advertía que el país necesita voces independientes capaces de ofrecer enfoques imparciales o por lo menos diferentes de la problemática económica y social. Es que la gente vive hastiada de las versiones “oficiales”, las que no siempre provienen del sector gubernamental.
Por lo regular, el tratamiento de los problemas nacionales por parte de la oposición política, resulta por igual decepcionante.
De ahí la importancia de que prevalezcan voces independientes, individuos e instituciones decididos a hacerse escuchar por encima de la pobreza que envuelve muchas veces el debate de los problemas nacionales. Y sobre todo capaces de rechazar instintivamente la tendencia a caer en la unanimidad que tanto daño le ha hecho al país, por el miedo natural de la gente a quedar al margen o a marchar en contra de la dirección en que soplan los vientos de su época.
El derecho a la crítica es uno de los fundamentos básicos del sistema democrático. Buena parte de esta sociedad no ha entendido la importancia que ello tiene para el fortalecimiento de las instituciones y la consolidación de los derechos civiles. Tal vez ignora esa parte de nuestra población, que no se deja oír, que los pueblos o sociedades que perdieron ese derecho comenzaron renunciando voluntariamente a ella. La libertad muere si no se ejerce.
La experiencia nos enseña que la libertad se sustenta no sólo en leyes y textos constitucionales. La tradición juega también un papel de primer orden y la tradición en materia democrática no es más que el ejercicio de la crítica. Nada le hace tanto daño a la voluntad y al espíritu de un pueblo que el consentimiento general. Prestemos atención por tanto a todo aquel dispuesto a decir no, cuando el resto dice sí, aunque pueda estar equivocado.