Contrario a como todavía se cree, un régimen de libertades civiles plenas no es, ni podrá ser, el legado de un partido y mucho menos el de un líder, aquí o en cualquier otro país. La democracia, con todas sus ventajas colaterales, no se pone en vigencia mediante un decreto presidencial o la simple aprobación de una ley por el Congreso. Es el fruto de la experiencia de una nación y el resultado de un proceso en el que intervienen, en distintas épocas, diferentes hombres, mujeres, partidos y grupos sociales. Cada uno de ellos juega de acuerdo a su capacidad y condicionado por las circunstancias políticas, económicas y sociales del momento.
Con demasiada frecuencia los partidos que han ejercido el poder se atribuyen la paternidad de la democracia en que vivimos. Además de constituir una sobrestimación de su rol en el proceso político nacional del último más de medio siglo, la pretensión denota una perspectiva estrecha de las causas que han impulsado los acontecimientos dominicanos, si no fuera por el hecho, por muchos conocidos, de que la modestia no ha sido nunca virtud de muchos de quienes han tomado parte en dichos sucesos.
Con todo y lo que hemos avanzado en el campo del ejercicio político, y a despecho de la experiencia acumulada en numerosos procesos electorales y cinco décadas de estabilidad política, estamos aún lejos de constituir un modelo ideal de respeto a los derechos humanos en todo el sentido de la palabra.
Es difícil por eso, a la luz de un frío análisis histórico, determinar cuáles de las etapas del proceso de construcción democrática le ha resultado más útil al país, partiendo de la creencia de que cada fase de ese desarrollo desempeñó una función vital de acuerdo con cada situación histórica. Ninguna habría sido posible si antes no hubiese estado precedida de otra en la que pudieron superarse escollos de las que se vio librada la siguiente.