La palabra lucro, por décadas tan manoseada en la retórica política, ha vuelto en estos días a cobrar vigencia en el léxico del liderazgo partidista. Al decir de muchos dirigentes nacionales, funcionarios y políticos de oposición, el lucro es incompatible con toda obra de bien colectivo y es una de las causas de las grandes desigualdades sociales que caracterizan la sociedad en que vivimos.
Cuando el lucro es producto del tráfico de influencia, la corrupción administrativa, el narcotráfico, la prostitución, el juego y otras prácticas criminales y viciosas, la definición le viene al dedo. Pero la satanización del lucro proveniente de una operación o negocio lícito es una de las razones que explican el subdesarrollo material de muchas naciones. En la clase política del país se entiende que el papel estatal en el ámbito empresarial no debe perseguir fines lucrativos, es decir utilidades y niveles de rentabilidad que se hacen necesarios en todo proyecto privado. Esta estrecha visión es lo que explica la quiebra de la empresa pública y la pésima calidad de los servicios que el Estado, ofrece desde los mismos inicios de la república.
El caso es que no puede concebirse el éxito en los negocios o en cualquier actividad profesional, en los deportes, en el arte, la cultura y el periodismo, inclusive, si no lleva consigo grados aceptables de rentabilidad que permitan la reinversión y la adecuación de las mismas a los avances de la tecnología y los cambiantes tiempos que las leyes de la vida imponen.
Lo que sí está sujeto a discusión es el uso que se les da a las utilidades. En la esfera privada, la parte lucrativa del negocio se distribuye entre los dueños y los trabajadores. En muchos países, en cambio, la tradición ha sido que en la esfera estatal los dividendos de la acción empresarial se queden en núcleos más reducidos, lo cual explica la suerte de la empresa pública en todo el ámbito latinoamericano.