Los métodos hablan por sí mismos. No existe por tanto necesidad de romperse la cabeza para encontrar diferencias fundamentales en los extremos ideológicos, porque no existen. Los matices con los cuales la izquierda extrema trata de alejarse de su hermano, el fascismo, es sólo un ropaje pasado ya de moda.
¿Qué hizo diferente a Stalin de Hitler, si ambos incurrieron en los mismos crímenes contra la humanidad y sus propios pueblos? Los asesinatos en masa de judíos en los campos de concentración diseminados por toda la Europa ocupada por los nazis, no son en modo alguno distinto a los genocidios de campesinos rusos durante el proceso de colectivización de finales de los años veinte y comienzos de la década siguiente, cuando el dictador georgiano sentaba las bases de su poder totalitario en la Unión Soviética. En la práctica fascismo y comunismo terminan siendo una misma cosa. El caso de Mussolini es buen ejemplo. Fue inicialmente un dirigente y militante socialista. Sus primeros pasos como periodista los dio en el periódico “Avanti”, órgano y vocero del Partido Socialista. El sobrenombre de Duce (líder), equivalente al “Fuehrer” alemán, lo obtuvo no como fascista sino después de haber cumplido una prisión de varios años de cárcel de Forli por su condición de socialista. Fundamentó la fuerza que lo llevó al poder como director del periódico “Il Popolo”, luego de su expulsión de las filas de ese partido. La tónica que Mussolini imprimió a ese diario fue la misma que había dado a las páginas de “Avanti”, durante su larga militancia socialista.
Un editorial suyo favorable a la entrada de Italia en la guerra, muy a tono con su temperamento individualista, fue lo que motivó su expulsión deshonrosa del Partido Socialista, en un congreso en el cual no se le permitió hablar. El Duce pasó así de un extremo a otro sin transición alguna, como lo vemos aquí frecuentemente.