Aún recuerdo que en noviembre de 2011, un lector de Santiago llamado José me envió un correo diciendo que por esta columna dejó de comprar el periódico. Sin embargo, por lo que me echaba en cara parecía que la seguía leyendo. Me reprochaba que no le reconociera méritos al presidente de entonces y me atribuía el creer que sólo yo conozco el camino correcto, lo que sería un acto de arrogancia que no encuadra en mi forma de ser.
Le respondí que su decisión era un acto de injusticia contra muchos otros columnistas de este diario de gran peso en la sociedad, algunos de los cuales frecuentemente exponen criterios muy distintos a los míos. Al leer estas líneas iniciales, algunos lectores pensarán que concedo demasiada importancia a algo que tal vez no la tenga. Pienso que el enojo de José, como el de tantos ahora, sí la tiene. Y merece que dediquemos en algún momento tiempo de reflexión para analizar este tipo de comportamiento.
La impresión que produce es de que todavía en nuestro país existen personas que no entienden bien el concepto de la libertad y la trascendencia que el ejercicio de la misma tiene para el buen funcionamiento del sistema democrático y la convivencia civilizada. Hay sin duda una enorme cantidad de personas renuentes a aceptar el derecho de otros ciudadanos a pensar de forma distinta, sin detenerse a analizar el peligro que corremos el día en que todos pensemos igual. Y como esa posibilidad no puede llegar de forma voluntaria, necesariamente sería el fruto de la imposición, es decir de un régimen de intolerancia política. Lo que José probablemente no entendía es que las posturas críticas le hacen bien a la sociedad y al gobierno que las sufre, porque la mayoría de las veces, cuando son el producto legítimo de un ejercicio libre del periodismo, ponen a los presidentes al tanto de lo que se les oculta o simplemente les recuerdan que son humanos, no divinidades.