El gigantismo estatal, de moda en países latinoamericanos como Venezuela, Ecuador, Nicaragua y Bolivia, ha sido un recurso para fortalecer grupos en el poder, preservar el parasitismo y fomentar el lucro al través de la burocracia y el dispendio. El ejemplo más patético reciente lo tenemos en el chavismo. La mayor parte de los problemas de las economías nacionales en los países de la región, tienen raíces internas, con todo y que factores externos influyen también en ella.
Todo lo que en la región se ha pretendido resolver mediante controles, cuotas y otros tipos de reglamentación, se ha agravado como resultado de la aplicación de esas políticas irrealistas. Las cuotas y la especulación, consecuencia esta última del afán desmedido de riqueza, han causado a la economía de América Latina más daño que todos los huracanes y terremotos. El error estriba en querer resolver problemas de alimentación, empleos, vivienda y otras urgencias humanas, mediante políticas de escasez, que al final sólo empeoran la crisis. Lo correcto sería fomentar la producción para dar oportunidad a la gente a que invierta o intervenga en renglones productivos, dejando el desenvolvimiento de la economía al juego de sus propias reglas.
Los intentos de modificar esas reglas usualmente derivan en distorsiones que gravitan luego en forma onerosa sobre el comportamiento general de la economía. Una de las razones consiste en que, por lo general y motivado en causas partidistas, el estatismo ataca los problemas no en su raíz, sino en forma superficial, tapando un hoyo de un lado y abriendo enormes boquetes por el otro. Por eso, se hace imperativa la creación de condiciones globales que hagan real y efectivo el régimen de libre empresa en esta zona del mundo. La hipertrofia del aparato estatal, que convierte a los gobiernos en lo que Octavio Paz alcanzó a llamar el “ogro benefactor”, sólo posterga el desarrollo.