La creación futura de un estado palestino no es la causa de la violencia que afecta todavía la paz en el Levante. Esa cuestión está desde hace tiempo decidida. Lo que traba realmente un acuerdo que lo permita es la negativa de grupos radicales palestinos y algunos gobiernos árabes vecinos de reconocer el derecho de Israel a existir como nación. Es decir, el derecho que les asiste a los judíos, como a los palestinos, de vivir dentro de fronteras estables y seguras.
Esa realidad ha quedado infinidad de veces de manifiesto. Hace ya varios años, durante una visita de la entonces secretaria de Estado norteamericana Condolezza Rice se logró un compromiso sólido en sus reuniones con el presidente Mahmud Abás, de la Autoridad Nacional Palestina, y el primer ministro Ehud Olmert, de alcanzar una solución al conflicto en base al reconocimiento de los dos estados. De hecho, se trata de una salida que ambas partes admiten desde el inicio de las negociaciones enmarcadas dentro de la llamada Hoja de Ruta, que auspiciaron Estados Unidos, Rusia, la Unión Europea y Naciones Unidas, pero que el gobierno sirio y grupos árabes radicales, como Hamas y Hezbolá, se resisten a aceptar e incluso, en el caso de los dos últimos, basan su existencia en la desaparición del estado israelí.
Israel es una víctima de los prejuicios que dominan la diplomacia internacional. A ningún otro país, sin importar la magnitud de las acusaciones que se le formulen, se le niega el derecho de existencia. Se discuten los errores de política, las agresiones a países extranjeros y se condenan en los organismos internacionales a los gobiernos responsables de tales hechos. Pero nadie discute el derecho a la existencia de ningún otro estado, por fallido que sea o por cuestionables que resulten sus actuaciones en la comunidad internacional. Sólo a los judíos, por el hecho de serlos. No hay otra salida que no sea la de dos estados.