Los trujillistas citan los afectos del tirano hacia familiares, amigos y animales, como evidencia de un sentimiento de humanidad que nunca tuvo. Otros monstruos como él guardaron capacidad para este tipo de expresión. Trujillo no sólo amaba a sus hijos y a su madre, sino también a sus caballos, sus vacas y sus perros. Hitler también amaba a su perro y le acariciaba tiernamente la cabeza mientras condenaba a seis millones y medio de judíos a morir en los hornos crematorios de sus campos de concentración. Stalin, quien amaba también a su perro con el que jugaba en su dacha de Peredelkino, no vaciló en ordenar la muerte de su joven esposa Sveztlana y a muchos compañeros de luchas revolucionarias. Mientras le hablaba a su cachorro con admirable muestra de amor casi infantil, su mano implacable sellaba la suerte de más de veinte millones de seres humanos en toda la Unión Soviética.
¿Qué prueban las escasas debilidades paternales de un ser tan inhumano como Trujillo? ¿Justifican la opresión a la que sometió al pueblo dominicano durante tres décadas? ¿Le dan sentido político o razón de estado a los crímenes y hurtos de propiedades para su provecho personal? ¿Le confieren un sentido de racionalidad al empleo de la tortura y al asesinato de opositores? ¿Explican política e históricamente la existencia de lugares tan siniestros como La 40 y la ergástula aún más terrible del kilómetro Nueve?
Con penosa frecuencia parte de la opinión pública del país se muestra abierta a aceptar estas manifestaciones de adhesión a un sistema que lo estranguló por tanto tiempo y le despojó del lugar que por derecho le hubiera correspondido en el futuro, sin detenerse a hacer las indagaciones que permitan situar ese período negro de nuestro pasado en su justa y debida dimensión histórica. Duele admitir que tantas expresiones de trujillismo sean algo más que inútiles ejercicios periódicos de nostalgia.