La generalidad de los dominicanos no tiene idea del alcance real de una democracia y cómo esta funciona. Duele pero es cierto. Incluso gran parte del liderazgo político y probablemente muchos de los responsables de aprobar las leyes que la posibilitan, caen dentro del marco de esa realidad. El caso es que un sistema democrático no se crea mediante un decreto o por la voluntad de los gobernantes. Se pueden aprobar cuantas leyes y constituciones la garanticen y no será suficiente si no existe una vocación ciudadana que la haga operativa.
La democracia es el fruto de una tradición de respeto a las leyes, por gobernantes y gobernados, y de un reconocimiento de los derechos ciudadanos formado y fortalecido con la práctica de muchos años. Con el tiempo se forma la tradición de tolerancia que permite que funcione en todas las esferas de la vida nacional. Eso significa un amplio sentido del estado de derecho y las libertades públicas. No bastan los códigos si no hay jueces y fiscales que garanticen su aplicación y solo entonces habría una buena y justa administración de justicia.
Sólo cuando el sentido de responsabilidad cívica de los ciudadanos adquiere la importancia de apego a las leyes y las normas de convivencia civilizada, los países funcionan. Tenemos entre nosotros, por ejemplo, un ejemplo vivo de ello en las disposiciones sobre el tránsito. Muchos lectores preguntarán ¿qué tiene que ver el tránsito con la democracia? sin entender que su buen funcionamiento mejora la calidad de vida y evita que el desafío a las reglas por ciudadanos lesione los derechos de los demás. Democracia es orden y respeto y todos sabemos cuánto nos apasiona el desorden y la desorganización. Mientras esas actitudes no cambien no la disfrutaremos plenamente. Un ciudadano responsable no necesita que haya un policía para no cruzarse en rojo o estacionarse donde esté prohibido.