Mientras se deterioraba la imagen del país y se le acusaba de promover políticas racistas contra los ilegales haitianos en su territorio, creció localmente la tesis sobre una conspiración de las grandes potencias para fusionar los dos estados. La idea, reiteradamente desmentida, siempre me pareció irrealista, producto de un excesivo celo nacionalista y de un total desconocimiento de las causas reales que condujeron a la fragmentación de países europeos cimentados en la fusión de nacionalidades caracterizada por la supremacía de unas sobre las demás.
Tal fue el caso de la Unión Soviética, donde el predominio ruso se basó en la supresión de lenguas y tradiciones de otras repúblicas que la integraban y que al primer sólido sacudimiento de la unidad se disgregó en infinidad de estados independientes. Igual sucedió en Checoslovaquia, convertida en la actualidad en dos repúblicas, la Checa y Eslovaquia. Tal vez el más dramático ejemplo sea el de la antigua Yugoslavia, que al fallecimiento del mariscal Tito, el líder fuerte que la mantuvo unida bajo la égida de la mayoría serbia, se desgranó en varios estados y derivó en una sangrienta guerra civil que produjo una intervención militar de la OTAN para poner fin al exterminio racial de la población musulmana.
España es otro ejemplo de la tendencia a la separación, con reclamos de mayor autonomía por parte de las múltiples nacionalidades que la forman, sin que por el momento exista allí el peligro de una desintegración de la unidad española, lo cual sería una verdadera y lastimosa tragedia.
Con tantas experiencias relativamente recientes, es peregrina la idea de una fusión de dos naciones tan distintas y con una historia común de agravios y resentimientos; quimérico proyecto de fusión que sólo conduciría a una sangrienta rivalidad permanente entre haitianos y dominicanos, como jamás se haya visto.