Las pasiones y posiciones extremas secuestran la discusión del tema haitiano, objeto de campañas internacionales para presentar al país como un conglomerado racista. La inmigración ilegal es el tema más urgente en las relaciones con nuestro vecino. Pero a despecho de la gravedad que representa el masivo éxodo de ilegales, el país no acaba de diseñar una política migratoria con reglas claras que nos libre de las acusaciones de practicar políticas discriminatorias de carácter racial, lo cual es una injusticia.
La sanción que nos impuso años atrás la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la negativa a dar certificados de nacimiento a dos adolescentes haitianas hijas de ilegales nacidas en el territorio nacional, evidenció en su momento la terrible falta de esa política. Las reacciones locales, en una y otra dirección, han sido marcadas por la emotividad y por un crecido sentimiento patriótico. Pero tienen mucho en común: la carencia de racionalidad.
Cuando eso ocurrió, en lugar de diseñar una sólida y racional defensa, basada en razones constitucionales y económicas, se perdió el tiempo en una vana discusión interna, en la que primaron y todavía priman consideraciones de poco peso en la comunidad internacional, que en el debate del tema nos mira con malos ojos. La cuestión es que no puede cuestionársele el derecho a un país soberano como el nuestro a forjar una política migratoria conforme a sus intereses y a eso debe dedicarse el país.
Las manifestaciones de xenofobia que aparecen frecuentemente en los medios y en las redes sólo consiguen alterar los ánimos y estimular conductas que pueden agravar una situación que pesa onerosamente sobre la imagen exterior del país. Las conductas irreflexivas podrían conducirnos a una confrontación que no podríamos ganar de ningún modo ante una comunidad internacional obviamente prejuiciada.