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En el imaginario colectivo la cárcel es un lugar de castigo. Pero ¿cuántos la ven como un espacio para empezar de nuevo? Para muchos, luego de cumplir condena, la libertad no llega al salir de la cárcel, sino al ser aceptados en su primer trabajo. Reinsertarse no es fácil. Los estigmas persiguen a los exreclusos como la sombra al cuerpo. Con sobrada razón cuando el poeta llegó a la puerta del infierno, vio escritas sobre ella esta inscripción espantosa: ¡Ah, los que entráis, dejad toda esperanza! Lo mismo podría decir Dante sobre las cárceles nacionales.

En el país, la reinserción social sigue siendo un desafío enorme. Las etiquetas pesan más que los antecedentes, y el sistema, que debería rehabilitar, muchas veces los devuelve al mismo círculo vicioso.

¿De qué sirve cumplir una condena si el juicio social es perpetuo y el Estado no genera las condiciones para una reinserción rápida y con pocas resistencias?

Gran parte de quienes pasan por el sistema penitenciario regresan a él. No siempre porque deseen reincidir, sino porque encuentran una sociedad que les cierra las puertas. Los programas de formación técnica y los talleres de capacitación dentro de las cárceles, aunque sean necesarios, chocan con la barrera del prejuicio. La mirada social, más severa que la sentencia, los condena una y otra vez.

El Modelo de Gestión Penitenciaria ha logrado avances nacionales con la implementación de talleres educativos y terapias de reintegración. Sin embargo, la verdadera transformación requiere un cambio cultural. Los exprivados de libertad no solo enfrentan un sistema laboral excluyente, sino también la desconfianza de una comunidad que los rechaza por sus errores pasados.

Los jueces de la ejecución de la pena, también, son fundamentales para lograr estos cambios. Jueces con una visión humana de su trabajo, jueces con entrega y disciplina. Jueces que visitan las cárceles de forma permanente, que llevan esperanza y cuidado a los internos en los centros penitenciarios bajo su jurisdicción. Que los ayudan en sus procesos de reinserción, mientras aun cumplen sus condenas, con las diversas formas que la norma pone a disposición de éstos.

Sin embargo, el verdadero cambio no solo depende de los jueces o de las instituciones. La sociedad debe estar dispuesta a ofrecer segundas oportunidades, y a dejar atrás el miedo a lo desconocido. En el momento en que se deje de ver al exrecluso como un peligro y se le trate como un ser humano capaz de cambiar, comenzaremos a ver resultados reales en la reinserción social. La verdadera justicia no solo se ejecuta en los tribunales, sino también en el corazón de la sociedad.

La reinserción no es sólo responsabilidad del Estado. También es un llamado para toda la sociedad. Cada empleo ofrecido, cada gesto de confianza, cada oportunidad de empezar de nuevo puede marcar la diferencia. En un país con profundas raíces cristianas, es hora de reflexionar si queremos cárceles que castiguen o que transformen. Porque, al final, el éxito de un sistema penitenciario no se mide por cuántos reclusos tiene, sino por cuántos logran no volver.

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