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Nací en 1972. Ese mismo año, Vargas Llosa publicaba Pantaleón y las visitadoras. 

Por supuesto, no tenía ni idea de quién era él ni del impacto que tendría en mi vida. Hoy, con su muerte, me doy cuenta de que sus libros me han acompañado como una especie de espejo literario. A veces incómodo, otras veces provocador, pero siempre presente.

Tenía 15 años cuando encontré La ciudad y los perros en la biblioteca nacional. Lo leí de una sentada, con asombro y desconcierto. Me pareció brutal, masculino, violento. Pero, no pude soltarlo. 

Fue mi despertar como lectora crítica. A través de esa novela, entendí que la literatura podía ser incómoda y aún así necesaria.

Cerca de cumplir 18 años, leí Conversación en La Catedral. No entendía mucho de política, pero sí comprendía la frustración, la podredumbre, la rabia que exudaban sus páginas.

 La famosa pregunta “¿En qué momento se jodió el Perú?” se volvió también mía.

Si mal no recuerdo, tenía unos 20, cuando llegó La tía Julia y el escribidor, a mi vida. Me hizo reír, y molestar. ¿Por qué las mujeres éramos siempre excéntricas, deseadas, satélites de los hombres geniales? 

Fue el inicio de una relación de amor y desencanto con Vargas Llosa. Admiraba su pluma, pero empezaba a ver las grietas de su mirada sobre nosotras.

A los 20, en mi último año de universidad, leí La guerra del fin del mundo, mi novio (de entonces) y yo debatíamos capítulo a capítulo, como si nos jugáramos algo más que ideas. Fue mi lectura más intensa.

 El libro y la relación terminaron casi al mismo tiempo, dejándome una mezcla de fascinación y agotamiento.

No recuerdo si tenía 23 o 24 (casada y criando a mi hija mayor) cuando me refugié en El pez en el agua. 

No me caía bien el autor. Pero no podía dejar de leerlo. Su honestidad, aunque arrogante, me enfrentó a mis propias contradicciones. Por primera vez, lo leí como una mujer que también tenía su versión de la historia, no como discípula. 

A los 37, (embarazada de mi segunda hija) me regalé Travesuras de la niña mala. Me reflejó; Me vi en esa mujer libre y calculadora, pero también vulnerable. Fue una lectura incómoda, como cuando te miras al espejo y no sabes si te gusta lo que ves.

A los 51, terminé Tiempos recios. Ya no lo leía con pasión, sino con distancia. Me sorprendió que volviera a la región, que hablara de dictadores y golpes que aún nos duelen.  Por fin, sentí que hablábamos desde un lugar más cercano, aunque nunca del todo común.

Ahora que Mario Vargas Llosa ha muerto, siento que se fue alguien con quien crecí en combate: admirándolo, criticándolo, discutiéndolo. 

Una parte de mi vida como lectora (libre, contradictoria, rebelde) lleva su huella. No lo amé. No lo idealicé, y aún así lo leí casi toda mi vida. Y eso, aunque medio tóxico, es una forma de amor.

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