Todos tenemos ideas y convicciones que creemos son las correctas. Unas veces tratamos de que los demás concuerden con nuestros puntos de vista, otras no nos interesa lo que piensen, ni nos preocupamos por hacerlos entender del por qué de nuestra convicción.
Cada uno se siente dueño de la razón y cree que su verdad es absoluta e irrefutable.
Esa es la razón por la cual a muchos les resulta imposible aceptar la oposición de los demás, pero no se dan cuenta que ellos mismos son intolerantes a las ideas y puntos de vista de sus semejantes.
De la misma manera y con la misma pasión con la cual defienden sus creencias y sus posiciones, de esa misma forma rechazan de manera tajante, las posiciones e ideas de los otros.
Se muestran incapaces de entender las luchas y creencias de los demás, hasta llegan a burlarse de la pasión y entrega con que ven a otros entregarse a una causa y defenderla con su vida si fuera necesario, pero si se trata de lo que ellos creen justo y necesario, llegarían al mayor sacrificio, siempre esperando ser entendidos y acompañados en el camino.
Parece una constante o una conducta generalizada, la de querer ser comprendido sin hacer el mínimo intento por comprender a los demás. Así como también lo es, la costumbre de esperar, sin haber dado nada. También es común creer que nos deben apoyar y aceptar nuestras opiniones, aún cuando rechazamos de manera tajante las opiniones de los demás.
El ser humano es intolerante por naturaleza. Esa debe ser la razón de tantos conflictos personales y mundiales.
Y es que creer que la razón está siempre de nuestro lado y que nuestras creencias, tradiciones y convicciones son las correctas, por lo que no debemos escuchar o considerar las de los demás, nos convierte en seres irracionales, incapaces de reconocer el derecho de los demás a ser y existir. No olvidemos que los derechos de los demás comienzan donde terminan los nuestros. A veces para una convivencia pacífica solo es necesario respetar y entender a todos por igual.