Siempre he escuchado que nada es realmente nuestro, que todo, absolutamente todo, incluso la vida, es un favor temporal del que gozamos y que muchas veces no apreciamos en su justa dimensión.
En nuestra convicción de que todo cuanto nos rodea está dispuesto para nosotros, que nada tenemos que hacer para merecerlo, nos olvidamos de luchar para hacernos dignos de lo que recibimos.
Los religiosos confieren a Dios todo el poder para hacer que pase o impedir que suceda cada cosa en el mundo y por supuesto, él es el responsable de todo cuanto ocurre en nuestras vidas. “No se mueve la hoja de un árbol sin su voluntad”. “Dios permite que sus hijos atraviesen pruebas difíciles para fortalecernos”.
Son más o menos algunas de las palabras que los cristianos suelen utilizar cuando la tristeza o la desgracia toca nuestras puertas.
Un sinnúmero de explicaciones que difícilmente una persona que no viva la fe podrá entender, pero para no entrar en conflictos, preferirá callar y quedarse pensando ¿cómo un Dios de amor permite tantas crueldades e injusticias?
Por eso ante las adversidades y los periodos de abundancia y felicidad te dirán que debes agradecer por unas y por otras.
Entienden que, cuando se nos presenta una situación difícil, debemos dar gracias porque pudo ser peor, y por el poder divino no pasó a mayores.
Del mismo modo nos instan a que en los tiempos buenos nunca debemos olvidar que se lo debemos a Dios, que sin su ayuda nada habríamos logrado.
Nunca debemos pensar que lo que alcanzamos lo hicimos por sí mismos, sin importar el esfuerzo y dedicación que hayamos puesto para realizarlo, pues “eso es obra de Dios. Es su voluntad. Él lo quiso así”. Una forma de evitar que nos llenemos de arrogancia y orgullo, pero una forma inconsciente de decirnos: “No importa cuánto trabajes y te esmeres, si no está en los planes de Dios para ti, no lo logras. Si no te conviene, él no te lo dará”.
Lo cierto es que debemos dar gracias cada día por gozar de otras 24 horas para hacer las cosas mejor que ayer, corregir cualquier error y pedir perdón a aquellos a quienes hemos lastimado.