Muchas personas tienen la idea de que la felicidad es el estado aquel en el que cantamos, reímos, no tenemos preocupaciones, todo está bajo control. No necesitamos nada, ni deseamos nada que ya no hayamos obtenido.
Esto, sin hablar de la parte económica. Pues hay quienes están seguros que ser feliz es sinónimo de tener riquezas.
Es más, no sólo creen que esa es la verdadera felicidad, sino que no se sienten felices, ni creen que los demás pueden serlo, si no tienen grandes posesiones, lujos, servicios, un automóvil con chofer esperándole en la puerta.
Muchas veces, esta convicción los hace vivir a medias, enfocados en los objetivos de una dicha, que no es tal.
Así habrán perdido el mejor tiempo de sus vidas y dejado pasar muchas oportunidades de interactuar con la verdadera dicha, que no siempre llega en un vehículo último modelo con chofer, que dista mucho de una tarjeta de crédito gold con límite de seis cifras.
Esa dicha que nada tiene que ver con la ropa de diseñador, ni con la cabina de primera clase en un vuelo trasatlántico, o con el menú de los restaurantes más exclusivos de grandes capitales del mundo.
En verdad muchas personas suelen reír y cantar cuando se sienten dichosas, cuando la felicidad invade sus almas y le pone colores a sus vidas. Estas son en realidad manifestaciones de la felicidad.
Son expresiones sonoras de la alegría del alma.
Pero, ¿qué nos conduce a esas expresiones de felicidad?
A algunos, asuntos relacionados con el dinero.
A otros, un logro, una meta, la realización de un sueño.
El caso es que siempre esperamos un motivo para la felicidad, cuando en realidad, no tenemos que esperar que suceda nada extraordinario para ser felices.
Cada día encontramos esa razón.
La salud de nuestros hijos y familiares, la solidaridad de los amigos sinceros, cada una de nuestras capacidades, la llamada del ser amado, su presencia en nuestras vidas, su constante apoyo. La certeza del “nosotros”.
El sólo hecho de poder hacer lo que nos gusta, ir a donde queremos, poder contemplar el entorno que nos rodea, escuchar la melodía de un aguacero o sentir la suave brisa acariciar nuestras mejillas, eso es felicidad total, que nada nos cuesta y de la que si queremos podemos disfrutar cada día.