Muchas veces hemos escuchado decir que soledad no es la falta de personas a tu alrededor, que estar sólo no es carecer de compañía, pues más personas de las que pensamos se sienten inmensamente solos aún rodeados de gente.
Estar sólo, no es lo mismo que estar en soledad, ni es la soledad una ausencia total de personas cerca de ti.
Se puede estar solo en la amplitud de espacio acogedor o entre cuatro paredes que delimitan un espacio estrecho, pero si te sabes amado, si dentro de tu corazón habita la promesa de volver junto a quienes nos aman, si sabes que no serás olvidado, cuentas con la mejor compañía.
Estás solo cuando pierdes las esperanzas de que todo cambiará para mejor.
Te has quedado solo cuando no tienes un puerto al que ir a atracar el barco de tu existencia.
Te has sumido en la más espantosa soledad, cuando aquellos a quienes amas y en quienes depositaste tu confianza y esperanzas te dan la espalda y te sueltan la mano cuando te aferrabas a las de ellos para no caer en un abismo.
Esa es la verdadera soledad, esa que se vive aún en medio de una multitud. Esa que duele y se siente en el alma cuando esperas a quien no está pensando en regresar.
La verdadera soledad es aquella que nos envuelve y aísla del resto, sólo por nuestra manera de ser y de pensar.
Es aquella que se anida en el alma y que le cierra el paso a las ilusiones y a la esperanza. Es la que no permite que entre la luz de una sonrisa, el sonido de una voz amorosa y comprensiva o el abrazo solidario en los momentos más difíciles.
Estar solo es no tener en quién confiar, ni con quién hablar de forma abierta y sincera. Es llorar en silencio, es saber que tu dolor y tristeza son sólo tuyos y por lo tanto debes enfrentarlos y sufrirlos, sin que le importen a nadie más. Es no tener con quién compartir las alegrías que de vez en cuando tocan a tu puerta.
Quizás porque suele confundirse estar solos con vivir en soledad,
pocos hacen la diferencia entre una cosa y la otra, pero ciertamente, son situaciones muy distintas.