Cada vez que las personas atraviesan por una situación difícil, que muchas veces se extiende por días o meses, las fuerzas comienzan a abandonarlas, se apodera de ellas la desesperanza. Es cuando empiezan a prepararse para rendirse.
A su alrededor no ven más que oscuridad y ninguna palabra parece decir lo suficiente para recobrar la voluntad y el deseo de recomenzar.
A lo largo de la vida, los seres humanos deben enfrentarse a múltiples situaciones difíciles, tristes y de peligro real o posible.
Es común que ocurra, en más de una ocasión y a la misma persona, que de repente, comience a autocuestionarse, a realizar una especie de introspección, a tratar de encontrar la causa de sus propios errores y hasta buscar explicaciones del por qué de los errores de otros.
Más de una vez y a veces con períodos más largos que otros, los cielos se tornan oscuros y las espesas nubes negras no permiten el paso de los rayos del sol.
Entonces, de manera errónea, se teme a la llegada de la tormenta, comienzan a rezar para impedir que llueva, sin saber que es mejor mil veces, que se desate la tormenta, que la fuerza de sus vientos arrasen todo lo que es, pero que ya no tiene razón de ser, pues al final llegará el arcoiris que marcará un tiempo de calma que debe servir para reiniciar con cautela, pero con esperanza y optimismo.
Los momentos de turbulencia impiden ver la famosa luz al final del túnel, esa luz que aún sea la que guíe hacia el anhelado paraíso o simplemente la que ilumina para mostrar el camino a la solución definitiva, siempre será un rayo de esperanza, aquella oportunidad para reencontrar el rumbo. Lo curioso es que esa luz siempre está ahí, es solo que la tristeza, la confusión, la certeza de que se ha perdido todo y el miedo a seguir intentando, se erigen como obstáculos que lucen indestructibles y por eso las personas son incapaces de verla y dejarse guiar por ella.