No en vano, las personas luchan por no cometer errores. Es más, si los cometen, buscan la manera de corregirlos. Algunos tratan de minimizarlos, una gran parte culpará a otros, unos pocos se arrepentirán y jurarán no volver a fallar, si es que está en sus manos no volver a hacerlo, pero existen esas personas que jamás, por nada, aceptan pagar el precio, a veces muy alto, de los errores cometidos.
Muchas son las formas en las que alguien puede equivocarse. Sin ser muy severos, hay que reconocer que en muchas ocasiones se incurre en una equivocación sin la intención de causar daño, sin que medie un mínimo de maldad. Solo son situaciones en las que las personas se ven involucradas y les resulta difícil salir.
Otras veces, el estilo de vida, las costumbres de cada individuo, lo llevan a repetir las mismas malas acciones, pero como siempre se ha relacionado con personas que perdonan hasta lo imperdonable, no se preocupan , ni piensan en las consecuencias de sus fallas.
Los errores son tan diversos, que en ciertas ocasiones pasan inadvertidos.
Si los afectados por sus efectos los pasan por alto, una y otra vez, el causante jamás sabrá que lo que hizo estuvo mal y que merecía sufrir alguna consecuencia, al contrario, entienden que una disculpa vacía debe ser suficiente. Aunque resulte increíble, algunos negarán hasta el final haber cometido los hechos, aún siendo confrontados con las pruebas en las manos.
Por otro lado, está ese reducido grupo de personas, que han tratado de sólo hacer las cosas bien, esas que se pasan la vida escuchando las advertencias del peligro de las malas acciones y de sus terribles consecuencias. Esas personas que han sufrido por los hechos de sus seres queridos. Esas que un día, movidas por el dolor y alentadas por el rencor, incurren en un error, que más tarde tienen que pagar y muchas veces el precio de esa pequeña equivocación consiste en renunciar a lo más amado y además, continuar pagando pequeñas cuotas de dolor por el resto de sus vidas.