Las sagradas escrituras hablan de dos caminos a seguir por las personas para ser favorecidas con la promesa de vida eterna. Cada uno las llevará a un “seguro destino”, no así a un destino seguro. Al menos en una de las dos vías a recorrer.
Nos habla esa lectura del camino ancho, ese que se transita con holgura, sin congestión, es más, hasta con cierto deleite.
Nadie te apura, nada te desespera. Todo lo haces a tu ritmo, como quieres, cuando quieres y en la mayoría de los casos, con quien quieres.
Se trata, pues, de aquello que elegimos. Lo más fácil. Ese trayecto que muchas veces no nos lleva a ningún lado. Ese, que recorremos sin mayores sacrificios. Ese cuya parada final es la perdición. El castigo eterno.
En oposición, nos recuerda, que existe a su vez, un camino distinto.
Uno angosto, tortuoso, difícil. Lleno de obstáculos, donde cada paso es una odisea y cada sueño una osadía.
Cuando decides tomar este camino, sabes que serás probado. Sabes que tendrás que renovarte y renovar tus fuerzas.
Será como andar en el desierto, sediento, hambriento, sentirás cómo, poco a poco, se te acaban las fuerzas.
Quizás la estrechez de este camino se debe a que pocos transeúntes se aventuran a tomarlo.
Nadie quiere sufrir limitaciones, prohibiciones. Pocos quieres
respetar, ser fieles, hablar con la verdad.
Pocos podrán llegar a la parada final de esta estrecha ruta, marcada con un amplio letrero que anuncia que por fin has alcanzado la salvación de tu alma. Todos quieren ser perdonados, pero pocos hacen lo necesario para ganarse ese perdón.
Así pasa en la vida a diario. La mayoría elige lo fácil, lo que les resulta más cómodo, lo que les proporciona mayor satisfacción. Aquello que poco les cuesta, aunque terminen dándose cuenta de que poco les vale. Nadie quiere pagar el justo precio por las cosas que sabe que valen la pena.