El estaba a sólo cinco meses de cumplir los 26 años, cuando vio realizado su más hermoso sueño: convertirse en padre.
Casi cuatro años antes, había logrado conquistar el amor de aquella muchacha delgada, de refinados modales, cuya dicción y léxico demostraban la influencia de una educación estricta, bajo la dirección de las monjas del Colegio Santos Ángeles Custodiados.
Muchos años después, en varias ocasiones, cuando narraba las circunstancias en las que se habían conocido, más de una vez se le escuchó decir: “Cuando la vi por primera vez, me dije, si esa muchacha me acepta, será la madre de todos mis hijos”. Y así fue.
Pero, volviendo aquel día de julio, en que por primera vez pudo sentir la inmensa alegría que le regala al corazón el amor verdadero, ese que solo da y cuya mayor recompensa es ver feliz a quien se ama. Ese día todo cambió para él.
¡Al fin era papá! Había nacido el padre. Las cosas, él, la vida en general, desde entonces y para siempre serían distintas.
Esa solo fue la primera de otras ocasiones y en cada una de ellas, la alegría era la misma. Era como si él mismo naciera en cada hijo.
Casi cuatro varones antes (casi porque uno murió a los siete meses de gestación) cuando pensaba que solo tendría niños, llegó una niña. ¡No lo podía creer! ¡Una niña al fin!
Ese fue amor a primera vista, mutuo, profundo, inmenso.
Todos aquellos que contemplaron la escena jamás la podrán olvidar. Él cayó rendido a aquel pequeño ser de apenas siete libras, que abría sus ojos al mundo y que jamás se sintió más amada y protegida, más mimada y consentida.
Otros hijos se sumaron, pero para él nunca fueron demasiados.
La historia de amor de un buen padre y sus hijos es perenne. Es la esencia de sus vidas. Es la base sobre la cual edifican sus familias.
El amor que un padre siente por sus hijos es tan fuerte que se vuelve indestructible. Es resistente a todas las tempestades, puede vencerlo todo, todo sin excepción, va más allá de las fronteras de la vida, pues puede vencer hasta a la implacable muerte.