No es raro escuchar, tras cada pérdida o ante aquello que se asume como una derrota, a algunas personas decir que su vida ha terminado, que ya se agotaron sus fuerzas y razones para continuar.
Es más, muchos de nosotros, no sólo lo hemos dicho, si no que hemos sentido que efectivamente así es.
Es natural, en ocasiones, sentirse triste, sobre todo cuando se atraviesa por una situación dolorosa, cuando vemos arruinada una parte importante de nuestra vida, que estamos seguros, en definitiva, terminará por estropear todo el resto.
Y es que el ser humano, en sus muchos roles, necesita mantener el control de sus emociones y sentimientos, pues cuando algo anda mal, en cualquier aspecto, será inevitable que se refleje y afecte a los demás.
Es normal que alguna vez juremos no volver a confiar y de hecho, jamás volvamos a hacerlo. Es común sentir temor a otro intento. Es un error, hacer, por venganza, lo mismo que nos hicieron.
A veces el precio es tan alto, que terminamos más lastimados de lo que nos lastimaron antes.
Si de algo sirve, sería bueno, aprender a tomar decisiones, después que haya pasado el dolor, cuando la herida, al menos haya cerrado. Es mejor actuar más haya del rencor, la rabia y la indignación, pues ninguna de las tres son buenas consejeras.
Como humanos pasamos por todo lo que los demás pasan, no somos ajenos a nada que una persona le pueda causar a otra, pero nunca estamos preparados.
La mayoría actúa movido por el rencor, por el dolor, por la sed de venganza, curiosamente estos sentimientos negativos se convierten en una fuerza devastadora que arrasa todo a su paso, pero que al final, hará más daño que aquello que generó el malestar.
Lo malo es que aún sabiéndolo, seguimos incurriendo en el mismo error, no esperamos, actuamos y cuando por fin, pasa la ira, es muy tarde para volver atrás, aun cuando lo deseemos con toda el alma.