No siempre estamos de acuerdo con lo que los otros dicen, piensan y hacen.
A menudo diferimos de quienes más queremos.
Otras veces, aunque la idea sea excelente, solo no concordamos porque no nos agrada el o los proponentes.
Algunas veces vamos muy lejos y llevamos el desacuerdo al plano de lo irreconciliable.
Para muchos, no estar de acuerdo con lo que otro piensa es motivo suficiente para enemistarse.
Además de quitar cualquier mérito a aquellas ideas que no nos resultan atinadas, nos volvemos incapaces de reconocer las virtudes y hasta la inteligencia de quienes piensan diferente a nosotros.
Sin importar cuántas veces nos han repetido sobre la importancia de respetar a todas las personas, sus ideas y creencias, sus preferencias y sus disidencias, parecemos no acabar de entenderlo.
No dejamos de esperar que nuestros semejantes actúen, piensen y hablen del mismo modo en que lo haríamos nosotros, y como no es así, nos molestamos y respondemos poniendo distancia.
Sin embargo, cuando se trata de nuestras ideas, acciones y planteamientos, nos sentimos más que ofendidos cuando no nos apoyan, cuando los otros difieren, cuando, aún con muestras de respeto y consideración, nos dejan claro que no comparten nuestros puntos de vista, lo tomamos como una declaración de guerra.
Por más que la vida nos ha demostrado que no debemos hacer a otros lo que no queremos que otros nos hagan, por más que hemos escuchado de la necesidad de respetar, si queremos ser respetados, de escuchar, para poder ser escuchados, seguimos siendo incapaces de ser respetuosos y empáticos.
Continuamos esperando todo aquello que somos incapaces de ofrecer y negamos las mismas cosas que creemos merecer.
Amar al prójimo como a uno mismo es un mandato divino, cada vez más imposible de cumplir, pero al menos trataremos de respetarlo tal como creemos merecer ser respetados.