Hijo, me hubiera gustado comenzar estas líneas con la pregunta de cada día: “Dime, tíguere, ¿cómo te amaneció? Y no lo pregunto porque sé que estás en un lugar mejor que nosotros, a los que hace hoy un año dejaste aquí en la tierra para desde lo alto mirarnos, velar y orar por nosotros.
Sin embargo, Martín, no pasa un solo instante sin que sintamos tu presencia en la casa, oigamos tu risa, pensemos en ti ante cualquier dificultad, y entonces se nos anuda la garganta y las lágrimas enjuagan los ojos, dejando truncas las palabras.
Ha sido un año difícil, en el cual muchas veces se quiebran los esfuerzos por asimilar la voluntad divina para con tu vida de apenas 28 años.
Es una lucha permanente por entender la voluntad de Dios desde la acera del Padre, de Él, que mandó a su hijo a que entregue su vida por ti, por mí, y por toda la humanidad. Un sacrificio en que Jesús fue víctima de reconciliación entre la humanidad con el Creador.
Pienso en tu partida, Martín, y agradezco a Dios el haberte dado 28 años de vida productiva, vida ejemplar, orgullo de tu familia y de quienes te conocieron. Eso me lo han expresado tus compañeros de universidad, de trabajo, quienes recuerdan que a pesar del poco tiempo que estuviste con ellos fue mucho lo que aprendieron de ti.
También ha sido un año en que han pasado muchas cosas. Tu hermandad de Emaús se sigue fortaleciendo, y ya estamos en la recta final para nuestro segundo retiro, fruto de aquel primero, en tus últimos meses de vida, cuando preguntaba, incluso, ya en la cama de hospital, ¿cómo vamos?, dejándonos a todos la forma en que tú quería que te recordáramos: un hombre que se crece en el servicio.
Tu partida ha marcado un cambio para la vida de Marta, tu madre; para Martina del Sol, tu chiquitica, como le decía a tu hermanita; para Soledad, tu hermana mayor (que te cuento, hijo, que dentro de casi siete meses serás tío), y de mi… bueno, eso te lo diré cara a cara, en cualquier momento, cuando vayamos comiendo mangos por los barrios del cielo.