Los juzgados de familia lucen desbordados de las demandas de divorcio, como síntoma de la enfermedad latente en que la tolerancia en la convivencia representa un bien preciado, pero de escasa aplicación. Tras cada uno de esos múltiples expedientes, subyace una historia truncada que, en su momento, quiso ser y no fue.
Parece que el “hasta que la muerte nos separe” era demasiado tiempo ante ese sentido de la inmediatez, temporalidad y autosatisfacción en que nos hemos imbuido donde las promesas de eternidad tienen fecha de vencimiento y los vínculos son desechables, sin posibilidad de reciclaje, reutilización o reducción. Es cierto que nadie está obligado a la infelicidad y que la vida es solo una, sin embargo, la familia también lo es.
Las salas civiles repletas, con un personal agotado, son un grito desesperado que arrastra el inequívoco mensaje de que el entendimiento entre parejas es una especie en extinción en cuyo rescate poco pueden hacer los tribunales; cuando el caso llega a su conocimiento, es demasiado tarde, ya las armas han sido desenfundadas y solo queda cantarles el réquiem, en vista de que a las partes les resulta más fácil abandonar, que persistir en lo que en su momento tuvo sentido.
Relaciones que están llamadas a permanecer en el tiempo y con nexos de sangre indisolubles penden de la sentencia de un magistrado ajeno a todo el drama que, sobrecargado en la mecánica rutinaria de tantos casos similares, ha conocido los suficientes como para poder perder la sensibilidad. Se cierra un folder y se abre otro, para eso han sido apoderados y su trabajo como funcionarios judiciales consiste en acoger o rechazar lo solicitado oportunamente, a fin de que el sistema no llegue al colapso por desatención.
En el debate de quién tiene la razón -cuando esta no es solo una porque cada cual tiene la suya- se transita ese camino sin retorno hacia la contienda judicial dejando tras de sí heridas que nunca llegan a curarse del todo. Porque siempre es preferible optar en primer lugar por la elección que debió ser la última, entre la ceguera del rencor que nubla cualquier propuesta y la inexistencia de la humildad de reconocer el error para volver sobre nuestros pasos. En ese ambiente caldeado surgen las opiniones y consejos interesados que, lejos de mediar en el conflicto, se convierten en combustible que aviva un ambiente ya convulso. Y pensar que un simple gesto puede hacer la diferencia entre el siempre y el jamás, pero solo los valientes eligen continuar en la trinchera hasta que ya se agoten las municiones, antes de lanzar anticipadamente todo por la borda, sin vuelta atrás. Después, apenas quedará el sabor amargo del arrepentimiento, si se perdió la batalla sin siquiera entrar al ruedo y luchar para intentar ganarla.