Parecería que la insensatez, la ambición desmedida, el continuismo, el temor a las consecuencias de salir del poder y la rivalidad llevada a extremos de los dos líderes principales y aparentemente únicos del partido oficial, nos están condenando a vivir una especie de pesadilla de la que no se logra despertar, a pesar de los sobresaltos que producen los estruendos de que si va o no va a introducirse y a aprobarse, la que sería una cuadragésima reforma a nuestra Constitución, para nuevamente beneficiar al presidente de turno.
Esta inexcusable zozobra a la que nos han sometido, ha expuesto lo bueno, lo malo y lo feo que tiene nuestra sociedad, los ciudadanos que propugnan por los mejores intereses de la Nación y que aunque muchas veces no tienen la ocasión o el ánimo de expresar sus voces, en momentos como estos están dispuestos a hacerlo junto a muchos que con coherencia y vehemencia siempre han defendido la institucionalidad, los malos oportunistas de siempre, que en pleno siglo XXI siguen viendo al Estado como la vaca a ordeñar so pena de aniquilarlo por su insaciable apetito, y los falsos, que al carecer de reciedumbre moral, en circunstancias como estas dejan ver su lado feo, que los lleva a justificar las más reprochables acciones o a simular con tal de preservar sus intereses.
Rechazar una nueva reforma a nuestra Constitución, no se trata de perjudicar a una facción o beneficiar a la otra, ni tampoco de que deba dejarse de lado ante el recurrente “cuco” de que podría suceder algo peor. Se trata de defender la República y sus principios democráticos, de evitar el fatalismo histórico del caudillismo que tanto daño ha hecho a nuestro país, y de finalmente permitir que nuestra institucionalidad se ponga los pantalones largos de la adultez, que nos permitan poder reclamar a voz en cuello que somos soberanos en nuestras decisiones, porque para hacerlo no solo hace falta tener una república independiente, sino hacer que la misma se comporte como tal.
Este pulso demencial azuzado por malos consejeros de lado y lado, que amenaza con llevarse de encuentro nuevamente la seguridad jurídica, las buenas prácticas de gobierno, la moral, la confianza y la credibilidad, está atentando contra nuestra economía añadiendo incertidumbre en medio de situaciones difíciles, derivadas de la ralentización mundial de la actividad económica y las pérdidas generadas en el importante sector turístico por situaciones indeseadas que han afectado nuestra imagen por el tema de la inseguridad, lo que ya se está reflejando en el alza de la tasa de cambio y en la reducción de las proyecciones del crecimiento económico.
Ahora que despedimos a un gran dominicano y servidor público, Hugo Tolentino Dipp, reconocido por todos pero que hasta en su muerte ha despreciado el oropel de las honras mostrando la humildad que lo caracterizó, muchos deberían verse en ese espejo y preguntarse si lo que vale la pena es acumular poder mientras se pierde el respeto, o llegar al fin de los días gozando del reconocimiento público, que no depende de cargos ni de riquezas, sino del ejemplo dado con su trayectoria.
El presidente se ha escudado en un silencio cada vez más ensordecedor, pues para hablar a veces no se requieren palabras. En momentos como estos un verdadero líder piensa en la Nación, aunque hacerlo lastime su ego y sus intereses, y escucha no a las voces parcializadas e interesadas, sino a las que a fuerza de responsabilidad y coherencia se han ganado un sitial en nuestra sociedad, o a las que, aun partidas al más allá siguen encendidas, porque su certeza no puede ser apagada por la muerte y vivirán por siempre en nuestra historia. Y es que la finitud de los días está por encima de cualquier poder terrenal, y ante ello no hay justificaciones ni triquiñuelas que valgan.