El asesinato el pasado 7 de julio del presidente de Haití, Jovenel Moise, ha intentado ser disminuido en su real significado, precisamente por aquellos que saben con certeza que se trata de algo extremadamente grave, no solo por el magnicidio en sí, sino por las consecuencias geopolíticas que pueden derivarse de este hecho.
Han abundado las explicaciones, algunas simplistas, otras que caen en el marco meramente especulativo. Es claro que hace falta algo y es la precisión de quiénes, y por qué se produce este hecho tan repudiable, con implicaciones que van más allá del territorio haitiano.

Las causas que hasta el momento se han esgrimido desde distintos sectores y autoridades del vecino país, se pueden considerar entre las posibles, pero es innegable que faltan elementos más precisos y convincentes. Un aspecto que llama la atención, es la ligereza de la solicitud del gobierno haitiano y otros sectores de que tropas norteamericanas desembarquen en su país, para contrarrestar a los grupos delincuenciales y proteger puntos vitales de la infraestructura, lo cual confiere una nueva dimensión al hecho, y hace que nos preguntemos, con toda razón, si una cosa no estaba prevista que llevase a la otra.

La historia del Caribe y del resto de América Latina, incluida Republica Dominicana es la historia de las invasiones norteamericanas, a su vez, puntas de lanza de sus monopolios y empresas especializadas en el saqueo inmisericorde de los países subdesarrollados y causantes, en buena medida, de su subdesarrollo y sus miserias. Haití es un vivo ejemplo: grupos internacionales, entre ellos clanes de exmandatarios norteamericanos, no han acudido allí a llevar ayuda humanitaria, sino a llevarse sus riquezas naturales, y desviar los aportes de organismos internacionales y otras naciones. A estos grupos, igual de mafiosos que los que se disputan el control de las drogas en las esquinas de Puerto Príncipe, no les conviene un Haití en paz ni estable, pues lucran del caos y la desesperanza.

Es sumamente elocuente que, una vez más, se intente ocupar militarmente a Haití por parte de tropas extranjeras, para lo cual el asesinato del presidente Moise ha servido de pretexto. Que lo solicite el propio gobierno haitiano no es solo expresión de entreguismo, que no debe de sorprendernos en la oligarquía apátrida de este país, sino también, por lo menos, de concertación maquiavélica. Y eso lacera la soberanía de los pueblos. Esta acción nos podría llevar a pensar que estamos, una vez más, frente a una maniobra de carácter geopolítico para tener mayor control de gobiernos que no son dóciles a la política hegemónica norteamericana, como es el caso de Cuba, Venezuela y Nicaragua.

No debe asombrarnos tampoco que en esta jugada figure relacionado el gobierno de Colombia, de donde salieron los presuntos sicarios, exmiembros de organismos represivos con alta especialidad en esa materia, algunos, incluso, con impedimento de salida del país, acusados por asesinatos de civiles. Y recordemos que el mercenarismo, al que hoy llaman con cinismo atroz “empresas contratistas”, está penado por una convención internacional, la conocida como 04-12-1989 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, titulada “Convención internacional contra el reclutamiento, la utilización, la financiación y el entrenamiento de mercenarios”.

Los marines en Haití no favorecen la causa de los haitianos ni la de los demás pueblos de la región; no son heraldos de la paz ni del progreso, la salud, el bienestar o la necesaria integración regional. No resolverán, sino que multiplicarán los problemas del país, como en Iraq y Afganistán, de donde se están retirando dejando detrás países destruidos y millones de muertos, tras haber fortalecido cultivos de drogas y empoderado a grupos terroristas, como los talibanes. ¿Es eso lo que se quiere en nuestra región? ¿Vale la pena para que un puñado de corporaciones salgan más ricas de la tragedia y los estrategas imperiales crean que sus intereses geopolíticos se han preservado, alejando la evidente decadencia que experimentan?

Vale recordarle a los injerencistas y sus aliados que la propia Carta de Bogotá, aprobada por la OEA y vigente desde 1948, establece en su artículo 19, que “… ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro…” También, vale recordarle esta misma Carta a la OEA, organismo que con su accionar en la persona de su secretario general, se ha desvinculado de sus principios y el rol que le corresponde jugar.

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