Codiciados como en otros tiempos lo eran las pepitas de oro, tan necesarios como otrora para las nuevas religiones o hasta las sectas, ahora, los seguidores son cibernéticos e imprescindibles para ciertos individuos porque se han convertido en su razón de ser y su cantidad define su popularidad o aceptación social. Su carencia o escasez provoca grandes depresiones y crisis existenciales por ser los que definen las simpatías, la valoración, los halagos o la reafirmación de que no estamos solos y merecemos la atención de alguien por alguna actuación determinada. Un número que, mientras aumenta, enriquece al destinatario y le ensancha un ego que le ha creado una dependencia a niveles prácticamente absolutos, cual adicción incontrolable y de la que no puede saciarse porque debe ir en ascenso.
Sin esa atención del observador que ha mostrado algún interés y constancia para detenerse en la proyección de una vida, nada de lo que se hace tendría sentido. No importa si el acontecimiento pasó, lo relevante es que se sepa, que se hable -mal o bien- pero que no deje de comentarse porque lo peor sería ser ignorado. Son el objetivo de colgar historias exageradas, inexistentes o edulcoradas con la fantasía que se quiere mostrar, pero escapa de la realidad: una alegría permanente, un estado exitoso o unos capítulos diarios llenos de aventuras que ameritan ser divulgadas; una belleza inacabable auxiliada con la magia del fotoshop porque la juventud eterna puede alcanzarse a un click. Lo ordinario, natural o rutinario es inaceptable en ese arcoíris de imaginación.
La tristeza ni las decepciones existen en el personaje creado para esa audiencia sedienta de emociones que cada vez pide más, forzando así la creatividad del protagonista con eventos que capten la atención de ese público virtual, aunque haya que inventarlos. Las frustraciones están prohibidas porque son para fracasados, la perfección de la figura para encandilar a observadores de la vida ajena debe ser la regla. La obsesión de su conteo constante, la ilusión de un afecto efímero, la percepción de admiración y de que no estamos hundidos en el anonimato se resume en un grupo de personas desconocidas cuyos rostros nunca se han visto. Son un número innominado sin identificar, lo importante es el conteo de cifras que representan.
Ya no se siguen los líderes por su carisma, más bien, por escándalos; tampoco se tienen amigos de carne y hueso, solo figuras artificiales con nombres ficticios entre arrobas. Y pensar que pocos saben que son hormigas domadas colocadas en fila a la espera de algún desliz para cambiar el rumbo, en cuanto consigan otra presa.