“Mirarse menos al espejo y mirar más por la ventana”
Patricio Bunster
El único consenso existente hoy es acerca de la crisis de la democracia. Sí, la democracia, ese régimen político por el cual luchamos en nuestra América cuando nos propusimos terminar con las dictaduras. El acento y el interés lo poníamos en las elecciones -libres decíamos- como elemento de las democracias deliberativas con una significación tan excesiva que ha terminado por ser un cáncer que obliga a proponer y promover un régimen político superior todavía no definido. Aunque el actual sistema político no ha estado a la altura de las circunstancias tiene un mérito, y es que de todas las reivindicaciones antidictatoriales que movilizaron nuestro continente, las elecciones son las que más se han estado cumpliendo.
La máxima martiana de “Patria es humanidad” nos motiva a extender la mirada sin la pretensión de hacer política comparada pero advirtiendo de su necesidad e importancia para ver más allá de nuestros pequeños espacios.
La prensa internacional, por ejemplo, celebra como un gran logro que en el convulsionado oriente medio Israel sea el único país de la región que tiene… ¡elecciones! Desde ese marco de fondo, bombardear un hospital adquiere una clara legitimidad democrática, la misma que tuvo Nixon para ordenar el golpe de Estado en Chile. Si se fijan, por un extraño sincretismo los derechos humanos y las elecciones han terminado siendo una pareja que se basta a sí misma: a nadie se le ocurre visitar los hospitales y las escuelas públicas, analizar el monto de las pensiones y mucho menos averiguar qué ocurre en los hogares pobres a la hora del almuerzo o de la cena. ¿Para qué preocuparse por eso si todas las víctimas tendrán garantizado el beneficio de votar cuando llegue el día?
Si agudizamos el ojo -y sin pretensión de formular leyes- nos encontramos con chilatas tales como que ser presidente en República Dominicana supone un gasto muchísimo mayor que ser elegido en Chile. De esa manera se va configurando una realidad en la que lo que se dice es muy distinto de lo que se hace. Y no nos referimos sólo al dinero.
¿Ha escuchado hablar de quienes pretenden diferenciarse de los demás autocalificándose como “políticos honestos”? En casi todos esos casos los portaentandartes de tamaño descriterio nunca han estado sometidos a la tentación de manejar con pulcritud recursos públicos. Para colmo, tienen otra característica que los convierte en más peligrosos todavía: son políticos sin proyecto político. Ahí están los ejemplos de Fujimori en Perú, actualmente preso, y en Chile el partido Revolución Democrática que declaraba, sin ningún tipo de pudor, su superioridad ética. Actualmente protagonizan el mayor escándalo de corrupción desde que a Chile volvieron las elecciones.
Pero hay más. El éxito de la democracia meramente electoral ha provocado la aparición de una forma de ambición, tan bien descrita por la RAE como el “deseo ardiente de conseguir algo…”. La ambición, la búsqueda de conseguir poder, es un componente necesario en la política (dicen que lo malo es que se note demasiado). Sin embargo, importa no perder de vista que el ejercicio del poder requiere ciertas habilidades y conocimientos. No es bueno tener esos deseos ardientes cuando no se tienen las capacidades para ejercer el poder. Quienes carecen de esas habilidades y conocimientos y se mueven solo por ese “deseo ardiente”, no son más que ambiciosos. Un triste ejemplo es el del ex presidente del Perú Pedro Castillo y las consecuencias de su ineptitud, porque el poder no sólo pone a prueba a quien lo ejerce, lo peor es que las consecuencias las pagamos todos.
Finalmente, aunque la lista es mayor, están las consecuencias de las elecciones como factor gravitante del deterioro de la política como práctica transformadora. Lo primero que deja evidenciado es la ausencia de liderazgos políticos y/o sociales y la sobreproducción de candidatos. Sin liderazgos políticos y sociales no es difícil adivinar cómo va a terminar la aventura de la política sin proyectos políticos: o en la lista de uno de los partidos tradicionales o en la lista de espera para las próximas elecciones. Esto es especialmente sensible para quienes se proponen como alternativos, buenos u honestos. Para ser en realidad alternativo, hay que ser alternativo, es decir tener una posibilidad siquiera de obtener el puesto al que se postula.
Queda bien la idea de que la política no es sólo disputa electoral, antes de eso es persuación, pero eso es impracticable en sistemas electorales excluyentes, caros y clientelares. Todos habremos reparado en la proliferación de acuerdos electorales que no deben confundirse con acuerdos políticos en varios países americanos. El acuerdo electoral busca derrotar “al otro” y de paso conseguir algo tratando de reproducir una modalidad que se heredó de las dictaduras, el binominalismo de gobierno-oposición. Lo que urge son los acuerdos políticos que tienen como condición que los concurrentes sean capaces de acordar y describir en un pedazo de papel, el futuro.
¿Habrá salida a este dilema que nos plantea la democracia neoliberal? Para iniciar una reflexión con vocación de futuro (no de poder) nada más útil que la recomendación del filósofo francés Pierre Dardot: “La experiencia de América Latina debe incitarnos a hacer la diferencia entre Chiapas, que constituye una auténtica experiencia de emancipación, y los gobiernos llamados “progresistas”, que no han roto verdaderamente con la lógica neoliberal aunque hayan recurrido en algunos casos a la nacionalización de sectores de la economía. El populismo que dice gobernar “en nombre de las masas” no es una alternativa a la racionalidad neoliberal, sino que por el contrario no hace sino reforzarla. Hay que comprender que el Estado no es un simple instrumento neutro, sino que impone a menudo su propia lógica a todos aquellos que pretenden servirse de él “por el bien del pueblo”.