Siempre están vigilantes, listos para señalar con su índice acusador. Son los jueces de la virtud ajena, los que deciden qué se puede decir y qué no, los jueces de un único tribunal que reparte absoluciones o fija condenas según un código que solo ellos conocen. Además, se presentan como los guardianes de la ética, nombrados en el puesto por doña Ética misma.

Joan Manuel Serrat los describió con agudeza en “Los macarras de la moral”: personajes solemnes, con gesto adusto y verbo encendido, convencidos de su autoridad para decidir qué es correcto y qué debe ser censurado. A veces, su intención parece genuina, pero con el tiempo queda claro que no siempre defienden principios, sino intereses. Nos dice Serrat: “Y te acosan por la vida// Azuzando el miedo// Pescando en el río turbio// Del pecado y la virtud// Vendiendo gato por liebre// A costa de un credo// Que fabrica platos rotos// Que acabas pagando tú”.

Ellos, han convertido el espacio público en un escenario donde las reglas del juego cambian dependiendo de quién esté en escena. Son quienes exigen transparencia, pero ocultan sus propios errores; piden justicia y que se aplique la ley, pero solo a los demás; y se indignan por ciertas conductas, pero las justifican o las callan si provienen de su círculo. Evidentemente, su accionar no se trata de un compromiso real con la ética, sino de una conveniencia que se ajusta según el momento. También, como sigue Serrat: “Anunciando el apocalipsis// Van de salvadores”. Crean las crisis, venden la solución.

Y su indignación, muchas veces, es tan ruidosa como selectiva. Hay temas que los escandalizan y otros que prefieren ignorar. Olvidan con rapidez lo que ayer defendían con vehemencia si la realidad les obliga a cambiar de postura. No es que no tengan valores, sino que los aplican con flexibilidad, midiendo con una vara a los demás y con otra a sí mismos. Y son pacientes en lo que hacen, como nos dice Joan Manuel: “Sin prisa, pero sin pausa”.

Pero incluso en este juego de apariencias, la coherencia es una virtud que la gente valora. Puede que durante un tiempo la retórica florida convenza, pero tarde o temprano, las contradicciones se vuelven evidentes y la confianza, una vez perdida, es muy difícil de recuperar, y cuando las máscaras caen, el aplauso se convierte en silencio.

La verdadera moral no necesita estridencias ni discursos grandilocuentes. No se impone a gritos ni se usa como un arma contra los demás. Se vive con sencillez, con humildad, casi en intimidad. Al final, lo que queda no es la pose ni el discurso, sino los actos. Y en ellos, tarde o temprano, estará la verdad. Por eso debemos “leer hechos, no discursos”.

Y sigue la canción de Serrat: “Manipulan nuestros sueños// Y nuestros temores// Sabedores de que el miedo// Nunca es inocente// Hay que seguirles a ciegas// Y serles devotos// Creerles a pies juntillas// Y darles la razón//”. Y, en otra parte de la canción, dice: “Si no fueran tan temibles// Nos darían risa// Si no fueran tan dañinos// nos darían lástima…”.

Grande Serrat, grande.

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