La frecuencia con que se presentan hechos que confirman el fin de la democracia como fue concebida tras las dictaduras militares en nuestra América se está haciendo en extremo peligrosa. Más aún en un entorno sobre el que es necesario volver a insistir: lo antidemocrático del neoliberalismo.
Los hechos son siempre los que mandan y estas semanas no dejan posibilidad de duda alguna. Veámoslo por partes: En Argentina, la recién designada ministra de Seguridad (la misma que antes fue acusada por Milei de poner bombas en un jardín de infantes) acaba de hacer público un “protocolo de seguridad” que ha puesto en alerta a los organismos internacionales de Derechos Humanos y, por supuesto, a los argentinos pues significa la criminalización de la protesta social con tecnologías represivas modernas como el reconocimiento facial y la prohibición de ayudas y subsidios públicos a quienes protesten. Vuelvo a poner sobre la mesa una pregunta que comprueba el clima y la ideología que escapa de los noticieros: ¿Se imaginan si ese protocolo lo hubiera anunciado un ministro del gobierno venezolano? No nos pongamos en el caso de que lo hubiera hecho un ministro cubano.
Al lado, justo al lado, en el sur de Benedetti “donde los presidentes andaban sin capanga”, entre la Suiza y los ingleses de América donde aprendimos el despectivo calificativo de “repúblicas bananeras”, Chile se sigue debatiendo en un círculo cerrado y sellado por el hambre de administrar y por la ausencia de política. Hablamos por supuesto de una política entendida como la herramienta única para hacer un mundo mejor. Esa ausencia solo da ventajas a quienes la usan para mantenerlo peor. ¿Cree usted que exagero? Para nada: la ex presidenta Bachelet luego de votar el domingo en el plebiscito justificó ante los periodistas su voto diciendo “Prefiero algo malo que algo pésimo”.
Sin duda lo dicho por Michelle Bachelet nos obliga a poner en primer plano (puesto que a la ex presidenta le creo) las alternativas a las que estábamos obigados y desde allí hay que empezar a abandonar el catastrofismo alimentado por la carencia de un pensamiento y una acción política de izquierda. Una parte de este catastrofismo ha sido alimentado por lo que Estafononi denomina el “progresismo descafeinado”. Ese liberal reformismo que no encuentra salida porque sus protagonistas no ven más allá de lo que Mariana Garcés llama “parálisis de la imaginación” en la que todo presente sea experimentado como un orden precario y toda idea de futuro se conjugue en pasado. ¿O no es eso lo que observamos cuando nos quieren hacer creer que el futuro es una amenaza?
Siguiendo con Chile, en donde luego de tener una Convención Constitucional única en el mundo decían, se terminó en la peor tabla de salvación: la Constitución de Pinochet. La misma constitución que la élite política ofreció cambiar cuando las calles estaban llenas de gente durante el “estallido social” de 2019. Pero claro, nunca mejor dicho, se trató de un “estallido social” al que la élite política le tuvo miedo y que a la izquierda le causó el temor que provoca lo que no se comprende, lo que sorprende, “lo que no se ve venir”. No pudieron impedir un resultado en el que “la centroizquierda y la centroderecha terminaron construyendo consensos que ahogan un verdadero debate sobre las alternativas en juego” (Mouffe).
La experiencia de la Convención Constituyente chilena debe ser observada con atención cuando se piense en modelos politicos futuros, fue paritaria de entrada y de salida, con representación de pueblos originarios, con independientes y con capaciadad de autoregularse, fue resultado además de un rechazo, que se sigue repitiendo, a las élites y también a quienes las critican esperando el momento de ser parte de ellas.