Cuando vemos un oriental, asumimos que es meditativo, sabio, discreto y experto en matemáticas; un ciudadano inglés sugiere ser flemático, en cambio, un latino hace suponer desorden, parranda, informalidad, desatención a los procesos y evasión a los asuntos complejos.
Mientras la mujer es la emocional y detallista, el hombre es el calculador, planificado y frío en sus decisiones. Ella, a la cocina y los quehaceres domésticos, con una profesión que no impida la crianza; él, como principal proveedor de la casa. Una persona obesa, por su parte, es una golosa que no se sabe controlar quien, además, debería ser graciosa y simpática; una excesivamente flaca tiene un desorden alimenticio.
Si se ve una mujer soltera de cierta edad, se piensa por qué no se ha casado; si es divorciada, cuál habrá sido el fallo y si no tiene hijos, en lugar de asumir que es por haberlo decidido de manera consciente y sopesada, se elucubra si es por infertilidad (como si fuera obligatorio tener descendencia). Si es un hombre, algo no anda bien por no conocérsele pareja permanente y si no ha procreado, sería estéril o raro.
El político no podría ser honrado; el empresario es explotador y la abogada, de seguro discute todo el tiempo. El joven por definición es díscolo, irresponsable y egoísta. Una esposa que no trabaja es una vaga que se la pasa en el gimnasio, saliendo con sus amigas y sumida en la superficialidad; un esposo acaudalado, tendría muchas queridas y engaña al fisco.
Cuando se ve una pareja con una diferencia sustancial de edad, de ser la mujer la más joven, es una cazafortunas, cuando ella es la mayor, es una robacunas; en todo caso, en la situación inversa, el hombre resulta ganancioso porque uno maduro con una jovencita es digno de elogio entre sus iguales, de lo contrario, un vividor. El hombre infiel es aplaudido por quienes lo ven como una gran hazaña, en cambio, de ser la mujer, es una perversa, inmoral y sinvergüenza y la pareja ofendida, en el mejor de los casos, la sociedad lo tilda de víctima o de ser débil, cuestionándole hasta sus limitados dotes amatorios y su virilidad.
Aunque es cierto que el que anda con cojo pronto usará muletas y hay algunos moldes prefabricados que encajan, los paradigmas circulan por doquier y se imponen, creando de antemano una imagen preconcebida en la que se hace un juicio sumario del que la víctima no escapa, aunque fuere la excepción; sin contemplaciones, es condenada al estigma y rodará su cabeza por la guillotina del prejuicio porque ya el veredicto final está dado, irrevocable, cruel y sin derecho a réplica.