En República Dominicana vivimos una crisis migratoria sostenida, marcada por la entrada masiva e irregular de ciudadanos haitianos. Es una crisis política, sanitaria, económica y cultural. En medio, grupos con intereses políticos opinan: Es un tema de solidaridad con el oprimido pueblo haitiano, dicen unos; es un tema de preservación de la identidad nacional, manifiestan otros.

La defensa de la soberanía dentro del marco de la Ley no es racismo, ni xenofobia, ni negación de derechos humanos: es un deber del Estado. Aunque implique aplicar sin titubeos las leyes migratorias, controlar las fronteras, regular el mercado laboral y proteger el sistema de salud, garantizando que la convivencia social sea el resultado de una política pública clara, legal y, obviamente, humana.

Como bien dice en uno de sus considerandos la Ley No. 285-04, de Migración: “La regulación y control del movimiento de personas que entran y salen del país es un derecho inalienable y soberano del Estado dominicano”, por lo cual, ejercer las medidas necesarias para un efectivo control migratorio no es, tampoco, un tema ideológico, es un mandato normativo.

Un país que no gestiona su migración no solo compromete su economía, su seguridad y su identidad cultural, sino también su existencia política. Como enseñan los clásicos del derecho de gentes, sin fronteras definidas y respetadas no hay Estado viable, sino una mera ficción jurídica a merced de fuerzas externas.

Además, no puede ser que el costo de este desorden lo pague el ciudadano de a pie mientras algunos sacan ventajas del caos.

Entre quienes se han beneficiado del desorden migratorio están: I) los políticos, que han usado el tema para ganar elecciones, desde la oposición, o para desviar la atención de otros problemas nacionales, desde el gobierno. II) Los empresarios, que se enriquecen con la mano de obra barata y luego claman por orden. Y, lógicamente, III) los militares, que han convertido la frontera en una zona franca de sobornos, tráfico de personas y permisividad cómplice. Claro, siempre habrá excepciones.

Entre los beneficiarios cada uno carga su parte de culpa. Y, como siempre, cada sector tiene sus oportunistas, que procuran agitar las aguas, para pescar.

Otros aplauden desde la comodidad de sus privilegios, o desde sus posturas ideológicas extremas, acusando de “inhumano” a quien exige control; o tildando de vendido y traidor al que lucha por derechos y reivindicaciones.

Mas, aquí no se trata de negar el drama humano del pueblo haitiano —que es real y doloroso—, sino de no trasladarle a este país, pequeño, frágil y eternamente “en vías de desarrollo”, el peso de una nación colapsada. Ningún país resiste indefinidamente una migración desbordada sin poner en juego su propia estabilidad. Es un tema político, cierto, todo es político. Pero también es un tema normativo. Incluso, sin reglas claras no hay justicia posible, ni para los dominicanos ni para los migrantes.

Preservar la nacionalidad no es cerrar el corazón. Es abrir los ojos.

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