“Que nadie me conozca y que nadie me quiera”, así empieza el extraordinario poema de Héctor J. Díaz, que ya forma parte de la memoria oral dominicana. Incluso, como una respuesta automática, la mayoría continuaría con el siguiente verso: “Que nadie se preocupe de mi triste destino”. Y si, por cosas de la vida, lo escuchamos declamado por Juan Llibre un viernes en la noche, no se podría asegurar a qué hora terminaría la velada.
Además de poeta fue declamador, locutor y compositor. Entre las canciones de su autoría esta el clásico: “El negrito del batey”. También, fue promotor cultural: ideas, ritmos locales o regionales y artistas noveles, tenía en él un difusor generoso.
Como locutor y productor radial llegó a tener varios programas y fue “jefe de locutores” de La Voz Dominicana.
“Quiero ser incansable y eterno peregrino// que camina sin rumbo porque nadie le espera”. Como bohemio consumado, la soledad, el desamor y el amor imposible, son temas constantes en su obra poética. “Que no sepan mi vida ni yo sepa la ajena,// que ignore todo el mundo si soy triste o dichoso”. Y siempre con una musicalidad, con un ritmo fácil y casi hipnótico, sin dudas por influencias del modernismo.
“Quiero ser una gota en un mar tempestuoso// o en inmenso desierto un granito de arena”. Muchos lo denostaron en vida, incluso después. Otros valoraron la calidad de su poesía. Pero lo más importante para quien escribe es que el público haga suya la obra, sin importar las opiniones de los sabios. Y el pueblo dominicano ha hecho suyas las de Héctor J. Díaz.
“Caminar mundo adentro, solo, con mis dolores// nómada, sin amigos, sin amor, sin anhelos//, que mi hogar sea el camino y mi techo sea el cielo,// y mi lecho las hojas de algún árbol sin flores”. El poema describe un hombre triste, solo y destruido por el amor no correspondido. Más el poeta era un hombre de fácil palabra, sociable y casi idolatrado por sus muchos amigos.
“Cuando ya tenga polvo de todos los caminos,// cuando ya esté cansado de luchar con mi suerte,// me lanzaré en la noche sin luna de la muerte,// de donde no regresan jamás los peregrinos” Y termina el poema: “Y morir una tarde, cuando el sol triste alumbre// descendiendo un camino a ascendiendo una cumbre,// pero donde no haya quien me pueda enterrar.// que mis restos ya polvo los disipen los vientos,// para cuando ella sienta remordimientos,// no se encuentre mi tumba ni me pueda rezar”. Bárbaro.
Héctor J. Díaz solo vivió 40 años y, como corresponde, quizás falleció de amor, como la martiana niña de Guatemala, en la ciudad de Nueva York, en 1950. Al parecer “murió porque, durante los días en que estuvo en la Gran Manzana se enamoró allí de una bella mujer, y, una noche salió sin camisa para comprar licor en una bodega, y contrajo una enfermedad que lo llevó a la muerte” (Antología poética, William Mejía: 2010, p. 29).
Había nacido en la ciudad de Azua de Compostela en el año de 1910.